martes, 29 de julio de 2014

El pasaje de los muertos que siguen muertos

Ciertas historias, por ser en extremo alocadas, generan sensaciones distintas a la sorpresa o el asombro. Esta en particular, cuando me la contaron por primera vez, me causó una invasión de terror.

Parece ser que por ahí, entre Caballito y Parque Centenario, está el pasaje ese. Resulta que de repente, muere un hombre o una mujer. Se siente mal, tiene un accidente, se pasa de viejo. Entonces, los familiares, sádicos hijos de puta, hacen un ritual extrañísimo: Como primera medida, llaman a unos tipos que vienen vestidos de verde,  que llegan apuradísimos en unas camionetas con luces y ruido, mucho ruido. Se quedan un rato con el muerto y después de ahí, lo cargan en la camioneta, ya sin las luces y el ruido y  se van a lugares grandes, apagados, con gente de traje. De repente traen al muerto en un cajón de madera. Se quedan mirando, como vigilando que no se le ocurra salir. Le hablan, lo miran. Y en determinado momento, lo tapan. Pero ahí no termina. De ahí van a un campo al aire libre y tiran el cajón a un pozo. ¡Y ahí viene lo peor! ¡Ahí viene la razón de mi pánico! ¡El muerto se queda ahí adentro! ¡Lo tapan con tierra! ¡Y ni se quejan!

Encima los familiares (que ya dije que eran muy sádicos) vuelven de vez en cuando al lugar para verificar que no se hayan ido. ¡No se levantan mas! ¿Entienden?


Realmente tengo mucho miedo de salir a pasear y meterme sin querer en ese pasaje. Pasan cosas raras en la ciudad.

miércoles, 16 de julio de 2014

Mascherano, mi tío y mi viejo.

No puedo evitar remitirme, al escuchar las sentencias que se pronuncian sobre el coraje de mascherano o como modernamente se denominan, “maschefacts”,  a ciertos juegos de debate de la infancia donde la naturaleza, profesión o cualidades de nuestros parientes cercanos, directos y queridos, eran la medida de lo que nosotros, infantes ávidos de pertenencia y aceptación, éramos dentro de nuestro grupo de amigos o compañeros.

En esos primeros años, desconociendo conceptos como liderazgo nato, carisma o personalidad, la importancia de uno, el lugar en el grupo e incluso la condición de persona podía dirimirse mediante una disputa que voy a bautizar como “…y mi papá es”.

Los puntos suspensivos al inicio del título de la competencia no son casuales. Están ahí porque la contienda da inicio ante la afrenta de uno de los participantes, que puesto en desventaja por alguna afirmación de otro participante (“Yo tengo la pistola del family game”) busca urgido destacar un hecho que si bien no es propio, es de un familiar cercano. Una afirmación que diga “Acá estoy yo y esta persona que te nombro, tiene este poder”

Era premisa fundamental comenzar apostando bajito, con cosas ciertas, conocidas y que den lugar a un contragolpe. Contrario a juegos como el Poker o el Truco, donde buscando un bleff o ganar la primera mano el jugador puede realizar una apuesta fuerte de entrada, acá es fundamental, como un cachetazo suave y desafiante, darle lugar al contrincante para responder. Una buena manera sería por ejemplo retrucar “Y mi tío tiene un revolver de verdad”. La discusión irá subiendo de tonos, logros, parientes y verosimilitud hasta que un factor externo dictamine el final, como puede ser una campana de recreo, o una madre gritando “A merendar” desde el balcón de un sexto piso. Lo importante será el mensaje que se dejó durante esa batalla dialéctica: Dejar en claro que si es a inventar, uno tiene más y mejores parientes, amigos y/o conocidos lo cual, por una ley tácita del Universo lo convierte a uno en más popular.

En busca de esa notoriedad social que acompaña a privilegiadas personas en un lugar concreto (por privilegiada me refiero al “más popular” y por lugar concreto me refiero simplemente al barrio o la escuela primaria) convertí a mi viejo en compañero de Rambo, profesor de álgebra en El Cairo o agente secreto de Kaos, a mi tío en campeón mundial de bádminton, a mi vieja en la inventora del grabador con tres casseteras y a un primo lejano en jugador de primera (dentro de mi grupo de pertenencia no era necesario aclararlo: Un jugador de primera era, por supuesto, un jugador de fútbol)

¿En que momento ese recuerdo se encuentra con el presente? Escuchar cosas como “Mascherano encontró al unicornio azul, y de paso, trajo otro verde” más allá de la risa inicial,  me lleva a esos momentos.

Uno sabía y tenía bien en claro hasta donde llegaban las verdades y donde empezaban las mentiras. Cualquier afirmación no resistía al menor de los análisis y las palabras de esos niños se las llevaba el viento, el mismo que quizás hoy modernizado y disfrazado de nuevo artículo web, patota de bytes o cadena de Whatsapp, se llevará al baúl del olvido a los “maschefacts”.

El día siguiente volvería la mancha pared en el patio, el partido a 12 goles en la cancha del barrio y cada pariente tendría que volver también a sus verdaderas ocupaciones. Los maschefacts darán lugar a algún otro viral que puede llegar a provenir de cualquier lugar del universo que nos rodea y don Javier volverá a Barcelona, a calzarse la ropa de entrenamiento.

Pero lo que quiero rescatar, lo que me queda en estas horas posteriores a la derrota de la selección en la final del mundial a manos de la moderna versión de la Luftwaffe es la ilusión del juego, es la vuelta al niño interior, el que hacía un pleno uso de su imaginación y por un minuto soñaba con el primo agente de la CIA, con el vecino que conoció a John Lennon en persona o con ese humilde número cinco santafesino al que le queda merengue en las dos tapitas de las merengadas.

Es que Mascherano, mi tío y mi viejo eran, son y serán siempre personas comunes.

Ninguno va a ser capaz de “Romper un Nokia 1100” ni “rechazar la oferta de Vito Corleone” o “saber quien se tomó todo el vino”.

Pero van a lograr que, por un momento, yo crea que sí. Que si se puede.


lunes, 14 de julio de 2014

Algunas pistas III

-¡Tengo una adivinanza!
-A ver...
-Es inteligente, sagaz, elocuente, brillante y divertido.
-¡Brad Pitt!
-¡No!
-Eh... Eh... Eh... ¡Silvio Soldán!
-¡No!
-Me doy por vencido.
-¿Tan rápido?
-Y... si querés la seguimos, pero vamos a perder la audiencia.
-Ok, te la digo entonces: Es verdad, era mentira
-¿Que cosa?
-La respuesta
-¿Brad Pitt o Silvio Soldan?
-No, la respuesta es es verdad era mentira.
-No entiendo nada.
-Yo tampoco.
-¡Marcelo Bonelli!



Ya esta llegando.

Es verdad, era mentira.

lunes, 7 de julio de 2014

Funeral

Las puertas son de vidrio. Si, polarizadas. Pero igual se puede ver a través de las mismas. En la parte de abajo hay un escritorio bastante antiguo, imponente, de caoba. A la derecha del mismo, una lámpara que irradia una luz tenue. Hay también una planta, pero nunca fui un especialista del tema, no podría decir cuál es. Llama la atención el detalle de las tapas de luz por ejemplo. Son metálicas pero color caoba. El empapelado que cubre las paredes es de un color crema, con unos suaves trazos dorados. Cada listón termina prolijamente encastrado en los zócalos. En la puerta, del lado de afuera, hay un grupo de unas diez personas, algunas tienen los ojos hinchados, la mirada perdida y el gesto inconfundible de quien busca en el aire una explicación. Otros conversan animadamente y hasta se animan a unas carcajadas censuradas. Otras dos están paradas frente al puesto de diarios que acaba de abrir y debaten acerca de la elección del material de lectura. La mayoría frota sus manos. Uno entra y me mira, pero no suelta vocablo alguno. Pasa rápidamente rumbo a la escalera y antes de llegar al tercer escalón se detiene. Vuelve hasta la puerta y pregunta si alguno quiere café. La mayoría agradece, algunos aceptan. Y hasta hay uno que decide acompañarla. Pero este al pasar no me mira.

Es extraña la sensación que causa en un chico tener que estar acá, en un funeral. Las voces graves, los silencios cómplices. El luto. Casi nadie estila el luto, salvo la gente de la casa de velatorios. Y el café, que es tan negro como intomable. Están los parientes que uno no ve por años. Algunos están extrañamente igual. Otros, vaya paradoja, están extrañamente distintos.

Pasado un rato ya, acostumbrado a la situación, uno puede observar como las personas se mueven sistemáticamente: Ingresan al lugar, buscan alguna cara conocida, una pequeña charla introductoria, quizás alguna que otra presentación y enseguida, el gesto típico de consulta acerca del paradero de los deudos. Una vez que el rumbo ha sido indicado, proceden al acto protocolar. Un saludo sobrio, la cara de consternación y el posterior consuelo. El nivel de relación entre si, será indicado por el tiempo de permanencia del recién llegado, el cual probablemente al dar por acabada la charla, se acercará al cajón donde luego de persignarse pronunciará algunas palabras tan cursis como gastadas. Luego volverá al cuarto aledaño, donde proseguirá su conversación con otros de los allí presentes. Mirará de reojo buscando algún ausente y en poco tiempo sucumbirá ante la tentación de un sanguchito.

Y a todo esto, uno sigue allí, sin saber que hacer, para dónde ir, como no molestar, como lograr que el tiempo pase más rápido. El sol comienza a salir y la gente a transitar por la calle. Algunos empiezan a despedirse. Pocos, diría yo un treinta por ciento, me saluda. Incluso saludan a quienes están a mi lado, pero paso desapercibido. Quizás si un gesto, pero no mas que eso.

Horas más tarde, las caras de sueño atestan el salón. Los sillones están cubiertos por quienes se encuentran en el recinto desde el principio de la historia. Hay dos personas junto al cajón. Una habla como quien lo haría con un ser vivo. La otra se encuentra detrás de la misma, con la palma de su mano derecha sobre su hombro izquierdo. Abro mis ojos y es entonces cuando veo el pánico en sus rostros.

domingo, 6 de julio de 2014

Viene llegando III

El lugar atestado de gente. Es una mañana, quizás sea un martes de otoño, o un viernes de primavera. Nervios. La familia, los amigos más cercanos y esa persona que eligió para crear un futuro. A través de la puerta del juzgado se ve una sombra. Se escucha un saludo y el picaporte de la puerta empieza a bajar. En unos instantes la puerta se abrirá y poco tiempo después, volará el arroz. Ya está llegando.

Es verdad, era mentira, también.

martes, 1 de julio de 2014

Coherencia geográfica

Desde chico cuando escuchaba a mi viejo decir "si hay agua tomamos agua, si hay champán tomamos champán" sabía, si bien no de una manera certera y racional, que no se refería exactamente a la selección de la bebida que acompañaría a la cena.
Sospechaba que algo había mas allá de la diferencia entre eso con lo que se preparaba el jugo (vulgarmente conocida como "de la canilla") y esa bebida que había oído nombrar pero aún a mis tiernos 5 años, nunca había visto.
Con los años y esa frase siempre presente, empecé a buscarle el sabor del champán a los vasos de agua. Lejos de buscar sobres de jugo en polvo sabor champán, buscaba darle emoción y entidad a determinadas cuestiones diarias que en principio carecían de desafío, emoción, adrenalina. Aceptaba tomar agua, pero buscaba transformarla en champán.
Mi primer recuerdo son, como las bautizara Alejandro Dolina, mis carreras secretas. Caminando por la calle buscaba otro transeúnte que pudiera representarme alguna dificultad y me proponía pasarlo antes de determinado punto geográfico en el camino. Había dos hechos interesantes en la postulación. El primero, que el contrincante debía, pese a no saberlo, dar batalla. Nunca elegiría una persona cargada de bolsos, un anciano en bastón o una pareja que claramente pasea. El segundo era el cálculo mental que nutría de exigencia la apuesta: El punto geográfico elegido como "llegada" debía estar a una distancia lo suficientemente lejana como para permitirme alcanzarlo, pero lo suficientemente cercano como para que esa llegada fuera heroica, ajustada, complicada. La tercer componenda de la trilogía era una variable: Mi caminar. Dependiendo de los obstáculos y de si el improvisado rival tenía un buen o mal día en lo que a caminar velozmente se refiere, variaba el tranco procurando lograr ese final apretado, pleno de suspenso que siempre me encontraba ganador.
Con los años empecé intuitivamente a subir la apuesta. Las tareas escolares, ya estando en el colegio secundario, pasaron a ser mi nuevo juego. La finalización de ese trabajo práctico que para una persona organizada hubiera significado un vaso de agua, era intencionalmente convertida en una tarea contrarreloj cuya finalización merecía un brindis con copas plagadas de champán. Siempre en el planeamiento tenía un rato más para empezar la tarea y las horas eran gustosamente ocupadas con discos de los Ramones, paseos que Priscila, habitante cánido compañero de los apuros de última hora, agradecía por habitualidad y duración y horas enteras de zapping, mis herramientas de alquimista que buscaban convertir esa agua en una bebida espirituosa.
Se vive como se juega, sería una buena forma de deformar la famosa frase y aplicarla a estas conductas.
Una vez inserto en el mercado laboral mi diversión, literalmente, se profesionalizó. Lo que antes eran baldosas y preguntas de un trabajo práctico de historia, ahora eran números y fechas. Y se jugaba de verdad. Llegaba el sueldo, digno aunque escueto, y yo planificaba todos los gastos mensuales. No había lugar para un estornudo que modificara nada. Y sin embargo, a los pocos días, surgía esa necesidad del riesgo. Un quiebre de cintura al plan aburrido, desabrido, insípido e incoloro. Un gasto que no correspondía, una compra con la tarjeta y a empezar la danza. Ver la fecha de vencimiento de la tarjeta, pensar en el pago mínimo, calcular el día de cobro, pensar cuando iba a cobrar alguna deuda, buscar algo que vender y de repente me encontraba un día jueves, a las 20:40 realizando una carrera secreta por las calles de Palermo para llegar a horario a ese stand de la tarjeta de crédito y lograr el pago. Cada mes lograba, sobre la chicharra del final, cumplir los objetivos sin incurrir en falta.
Es que se juega como se vive. Y en esas cosas, después de sufrir bajo esa obligación que me representaba defender los colores de la selección argentina, me di cuenta de la coherencia geográfica. Porque no puedo imaginar a Robben en una carrera secreta. Simplemente arrancaría en un extremo de la cuadra y avasallaría a todos los transeúntes. Se tiraría en el medio, señalando a una baldosa, pero así y todo llegaría con 40 metros de ventaja. Y no imagino a Schweinsteiger escribiendo un trabajo práctico sobre la meiosis y mitosis hasta las 3:30 AM, sino que más bien lo imagino llevando adelante una presentación en el auditorio de la Hauptschule bajo la admiración de la profesora Winkler. Quizás algún costarricense o Neymar dejen para el último día el pago de la tarjeta, pero sinceramente los veo más del lado de aquellos que no necesitarían la seguridad de los bienes materiales.

Y es ahí que lo veo al fideo Di María. Llega a las corridas. Son las 14:58. Entra jadeando a la sucursal del banco. En un bolsillo lleva esa declaración jurada que terminó de confeccionar hace escasos minutos, a pesar del aviso de 6 meses previo. Y en el otro, la cantidad exacta para el pago que terminó de juntar gracias al billete que encontró en la campera que no usaba desde el invierno pasado. No le sobra nada. Enfrenta al cajero y balanceando el cuerpo hacia afuera, abre el pie zurdo y la clava abajo, lejos del cuco que resultó ser el hasta hace un rato ignoto arquero Suizo. Y la pelota va adentro. Y gana argentina. Y yo hago las paces con ese pibe y ese equipo que me hacen sentir que, a pesar de los millones en cuenta y kilómetros de distancia en el mapa, juegan como se vive acá, como siempre viví acá, en el país que sin saber, elegí desde mis más tempranos juegos.
Y me acuerdo de mi viejo y las bebidas. Jugar bien, hacer goles o jugar como se puede y como nos dejan para ganar sufriendo. El champán y el agua.
Y lo importante es tomar.