Pasaron meses y muchos timbrazos de sábado solicitando
ropa para regalar desde esa primera visita. Su aparición aquel
sábado me había generado un recuerdo literario: su presencia
corporizó la idealización que tenía en un recóndito recoveco de
mi mente del Dr. Cross, el personaje de ficción creado por Arthur
Clarke en su cuento “No habrá otro mañana”. El recuerdo evidentemente
se había visto influenciado por la añoranza de las discusiones,
los debates a los que con ella sometíamos a cuanto escrito
nos pareciera interesante a alguno de los dos. Compartirlos, desmenuzarlos,
rayarlos y finalmente devolverlos a la biblioteca nos
daba alegría, felicidad. Una felicidad pura y humilde. “Un libro
subrayado es un libro vivido” me repetía con sabiduría.
Ese mismo sábado, con motivo de releer el relato de Clarke,
me había abocado a la tarea de su búsqueda, lo que derivó en un
reordenamiento del material literario que logró hacer placentera
la actividad de sentarse en el sillón de tres cuerpos que habitaba
en mi living a observar esa pared poblada de libros, prolijamente
ordenada por el nombre de autor. Es cierto que la desprolijidad y
el desorden traían recuerdos de cuando jugábamos a ubicar los
libros, quienes cómplices de nuestro juego, aprovechaban para
ocultarse en el desorden… “El cazador oculto” me decía ella y
mi tarea era encontrarlo con la mirada, desde la comodidad del
sillón. Esa biblioteca, que sin ella no causaba más que desolación,
se encontraba perfectamente en orden y era mi pequeño motivo
de orgullo. Una fría y gris tarde de invierno, mientras la observaba,
apareció el vendedor nuevamente en la puerta. Con la misma calma del primer encuentro se presentó a través del portero eléctrico
como viajante y yo, al igual que la primera vez, me dispuse a
abrir la puerta para, con un gesto manual, indicarle que no estaba
interesado en lo que me pudiera llegar a ofrecer. Al retirarse, cruzando
Concordia, pude ver que llevaba un estuche de guitarra en
su mano derecha.
Este cuento forma parte del libro "Es verdad, era mentira" publicado en Diciembre de 2016 por Ed. Dunken
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lunes, 28 de mayo de 2018
martes, 1 de mayo de 2018
Creando un personaje
Hemos cambiado como raza. No me animo ni me siento calificado para decir si ha sido para mejor o peor, pero hemos cambiado. Esas reflexiones griegas que crecimos escuchando y repitiendo ya no tienen lugar en nuestra sociedad moderna. Quizás dentro de mil años grandes pensadores sean recordados por frases como "En el caso de existir devoluciones de compras, esta se hace por el valor que se compro al momento de la operación, es decir se le da salida del inventario por el valor pagado en la compra" pero lo cierto es que, del mismo modo que las redes sociales y el "todo fácil, todo ya" se apropiaron de nuestras vidas, nos hemos acostumbrado a un carácter más efímero de las cosas y también han caído en esa manía los grandes pensamientos de otrora. Ya nadie tiene tiempo de sentarse bajo un manzano a pensar sobre la ley gravitacional o, de tener esas inquietudes, probablemente se encuentre becado trabajando en un laboratorio donde varios servidores vayan guardando la información por él.
Es por ello que una de mis reflexiones más mundanas y básicas de mi vida me sigue persiguiendo y sigue presente a cada momento en esta aventura de escribir: Saliendo de mi adolescencia me topé con la nueva moda del chat. Estamos hablando del fin del Siglo XX, cuando con una mínima conexión de Dial-Up podías ingresar en cuanto salón de conversación quisieras y despacharte con lo quieras mediante el simple ejercicio de tipear. Y en ese contexto me sorprendía algo que se repetía en mis variadas interacciones: La gente en los chats, creaba personajes. En un principio no lo noté, pero con el paso del tiempo me convertí en un usuario porfiado, que ante cada conversación intentaba descifrar, sin importarle la comunicación humana, que partes del relato ajeno eran ciertas y cuales no. Y tanto en hombres como en mujeres, la estadística era similar: Ambos mantenían detalles de base, de núcleo, dentro de su realidad y toda la decoración era falsa, camaleónica de acuerdo a mis movimientos durante la charla.
Es por ello que una de mis reflexiones más mundanas y básicas de mi vida me sigue persiguiendo y sigue presente a cada momento en esta aventura de escribir: Saliendo de mi adolescencia me topé con la nueva moda del chat. Estamos hablando del fin del Siglo XX, cuando con una mínima conexión de Dial-Up podías ingresar en cuanto salón de conversación quisieras y despacharte con lo quieras mediante el simple ejercicio de tipear. Y en ese contexto me sorprendía algo que se repetía en mis variadas interacciones: La gente en los chats, creaba personajes. En un principio no lo noté, pero con el paso del tiempo me convertí en un usuario porfiado, que ante cada conversación intentaba descifrar, sin importarle la comunicación humana, que partes del relato ajeno eran ciertas y cuales no. Y tanto en hombres como en mujeres, la estadística era similar: Ambos mantenían detalles de base, de núcleo, dentro de su realidad y toda la decoración era falsa, camaleónica de acuerdo a mis movimientos durante la charla.
Allí surgió la reflexión: Si la idea es mentir, engañar, ¿por qué no decir que uno era astronauta, que había estado entrenando en la NASA y que debido a un recorte de presupuesto estaba licenciado hasta nuevo aviso, en lugar de fingir pasión por Ricardo Arjona? ¿Por qué no decir que una era líder de un movimiento rebelde armado, en lugar de fingir ser una secretaria ejecutiva? Como relataba oportunamente en algún cuento que anda por ahí, nadie en los chats era payaso o boxeadora. Abundaban las bailarinas árabes, los gerentes, las estudiantes de psicología y los cantautores incomprendidos. Toda una maquinaria de ilusiones, sueños y posibilidades, relegada por la necesidad imperiosa de agradar. Si la mentira tiene que ser lo suficientemente creíble para parecer realidad, por qué no directamente ir por un escenario real, en lugar de copiar experiencias ajenas? De todas las posibilidades brindadas por la mente humana, elegir la opción de la mayoría. Empatizar. Buscar el lugar común.
En esos años aprendí dos cosas fundamentales para mi desarrollo como cronista y como escritor: En primer lugar, aprendí a crear un personaje. Y en segundo lugar, aprendí que nunca iba a vender muchas copias de mis escritos.
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