Caminaba resignado ya bajo la lluvia de
Enero. Esa temporaria inclemencia climática se veía acompañada de una fría
brisa que lo obligó a levantar el cuello de su camisa, en procura de un poco de
abrigo. Acomodó un poco su peinado, desdibujado por el agua. Casi al trote
cruzó la calle y se detuvo bajo un balcón a pocos pasos de la puerta.
Nuevamente intento componer su imagen, sacudiéndose un poco del líquido que lo
inundaba. Tomó aire y con un poco de orgullo se las ingenió para dibujar una
sonrisa en su cara. Se dirigió hacia la puerta. A un paso de llegar, seguía
dudando entre tocar el timbre o seguir caminando. Se detuvo frente a la puerta.
Sintió el nerviosismo que invadía su cuerpo. Las manos le temblaban un poco, el
corazón se aceleraba y se sentía algo agitado. Detuvo su dedo a escasos
centímetros del timbre. En eso vio a otro aventurero que, paraguas en mano,
cruzaba la calle en dirección a él. Decidió simular para no parecer estúpido,
para no parecer sospechoso, inmóvil ahí como estaba bajo la lluvia. Apretó su
dedo índice junto al botón del timbre, contra la pared y pegó su oreja al
parlante del mismo, como esperando una respuesta que nunca iba a llegar, hasta
que el hombre del paraguas se alejó. Sintió un poco de vergüenza de si mismo y
se alejó un paso de la puerta. Instantáneamente volvió a acercarse y sin dudar,
tocó furiosamente el timbre. Le pareció escuchar ruidos dentro de la casa,
pasos que se acercaban a la puerta. Cinco segundos. Diez. Nada, ninguna respuesta.
Temiendo pasar por insistente, decidió esperar un poco más. Un auto pasó
levantando agua y lo sorprendió inmerso en la espera del “clac” del portero
eléctrico. Sonrió. Y casi con la seguridad que nadie atendería, volvió a tocar.
Ya sin nervios ni palpitaciones, esperó casi un minuto. Giró, miró hacia ambos
lados de la acera y emprendió el camino de regreso, ya con un andar más calmo
pese a la torrencial lluvia. Mientras cruzaba la calle, se preguntó a sí mismo:
-¿Cómo se llamaba el libro aquel del
retrato?