martes, 14 de agosto de 2018

No habrá visitas



Se despertó sentado. Tardó unos segundos en reconocer el lugar. Fugaces visiones atravesaron su mente con la prestancia de un rayo que cae al mar. La cucheta, el lavabo sucio y los barrotes no tardaron en responderle. Casi que se topó con la segunda incógnita. Porqué. Imágenes de toda índole lo abrumaron. Supo distinguir entre las reales y las que eran solo fruto de su vasta imaginación.
Suena un timbre. Ruidos metálicos y esa luz que resulta extraña, novedosa, agresiva. Pasillo largo, un aire viciado y ruido al final. Hoy debería venir mamá a la visita, ya estaría llegando. Seguramente tendría esa bufanda que no se saca nunca y un paquete de bizcochos en la mano. Pero ya no guarda la esperanza de volver a verla. Hace años que no viene por el correccional. Nadie viene. Ni siquiera los colores, solo quedaron el gris y el negro.
El odio se inmiscuye súbitamente en su pecho. Cierra el puño fuertemente y una gran decepción abate su semblante. Fuertemente mastica su furia y se siente un poco avergonzado. Se siente iluso. Engañado. Esa imagen de un domingo en familia, donde el abuelo baila y sonríe desde el sillón solamente ha sido un sueño muy cruel. Con suavidad apoya nuevamente su cabeza en la almohada. Esa frescura, esa inocencia, tardará mucho tiempo en volver. Tanto que, por ahora, no habrá más lugar para soñar. Sólo para esperar que el tiempo pase. Y cuando fuese el momento, aplicar la lección aprendida.

lunes, 9 de julio de 2018

De payasos y boxeadores

Llegó al bar con esa extraña sensación. No se sentía mal, pero sabia que podía estar mejor. Poco le importaron en una primera instancia todas las miradas despectivas que interceptaron su aura rumbo a la mesa. Eligió una escondida, para luego de meditarlo, optar por una junto a la ventana, desde la cual podía observar todo el interior del local como así también la calle. Luego de un minúsculo murmullo que pareció eterno, la calma y el vacío volvieron de la mano al bar. El cálido beige que intentaban transmitir los tapizados no reflejaba el frío que habitaba el aire. El sol tímidamente lanzaba sus últimos manotazos de ahogado a través de los gigantescos ventanales del salón, como quien se resiste a irse, a perderse la función que está por comenzar. Alguien salió del baño, generando una corriente de aire que sorprendió a nuestro personaje. Acto seguido, el mismo procedió a acomodar su cabello con elocuentes muestras de consternación ante el imprevisto cambio de peinado. Utilizó su reflejo en la ventana como espejo y, agachándose un poco para verse mejor, retocó un poco su cabellera. Aprovechó el suceso para mirar por el ventanal y cruzó su mirada con la gente que pasaba, mientras ellos buscaban las monedas necesarias para retornar a sus hogares. Sostuvo su mirada en la nada y luego volvió sobre sus zapatos. Sus zapatos negros de cuero. Maltrechos, si. Pero no rotos. El brillo orgulloso denotaba la pelea por no caer desde la verde pradera de la elegancia al abismo de la desprolijidad y el desaseo. Recordó en ese momento, casi sonrojándose, que no se había quitado el abrigo. Lentamente y creyéndose observado por todos, se incorporó de la silla, sacó su brazo derecho de la manga y cuidando que nadie reparara en la rotura del forro marrón de su saco, sacó el otro brazo para así proceder a colocarlo prolijamente sobre el respaldo de la silla.

Se sentó nuevamente y buscó con su mirada al mozo. Para su sorpresa, la encargada de las mesas era una mujer. Una chica. Se repitió como a modo de reto que las cosas ya no eran como antes, que las cosas cambian y que ya casi es habitual encontrar más mujeres mozas que hombres. Mientras trataba nuevamente de grabarse ese nuevo aprendizaje en el cerebro, observó a la chica: Llevaba un pantalón negro y una camisa blanca. Tenía un delantal rojo que cubría todo su torso, sobrepasaba su cintura y llegaba casi hasta sus rodillas. Trató de quitar la mirada lo más rápido posible y esperar a ser atendido. También vio a un hombre detrás de la maquina del café, de gestos ampulosos y voz grave. Parecía el dueño del lugar, o mínimamente, el encargado.

La tarde seguía cayendo y junto a él, del otro lado del vidrio, ya se armaban las colas de gente esperando el colectivo. Recordó tiempos de la niñez, cuando el circo llegaba al barrio y los alrededores se llenaban de colas de pequeños retoños ansiosos de una entrada para ver al domador de leones, a los acróbatas Chinos o a los payasos. A los casi míticos payasos. Y pensó que todos teníamos algo de los payasos. Un personaje asociado a la risa y a la diversión, pero con lágrimas dibujadas sobre su blanco rostro. “O quizás somos actores” pensó como corrigiéndose sobre su última idea. Se permitió después de eso, una leve sonrisa.

Tomó aire profundamente y volvió a mirar a quienes le rodeaban. Sus bocas parecían poseídas por un extraño mal, que les impedía detener el movimiento. Intentó, mientras observaba, encontrar algún soñador, algún poeta, alguien como él o quizás algún detective. Miró a la barra y descubrió que los taburetes eran de plástico, al igual que gran parte la decoración. Se sintió algo estúpido y miró su silla. Aunque no lo había notado, también era de plástico, al igual que los ceniceros y esa especie de cajita donde prolijamente se encontraban ubicados el azúcar y el edulcorante. Lejos de sentirse incomodo (quizás si, algo extraño) decidió proponerse un juego. Y buscar en los demás clientes, rasgos, detalles de figuras que él admiraba. Trató de buscar parecidos, gestos, actitudes. Y no pudo. Trataba de recordar mas características de sus maestros, de sus ídolos, hasta quizás de sus padres, pero lo fue imposible. No había payasos, mucho menos piratas, bucaneros, espías o superhéroes.

Quizás fueran solo las ganas, pero le pareció ver a un boxeador aguerrido, nariz maltratada por los golpes, brazos agarrotados y gesto adusto, pagar la cuenta y marcharse silbando bajito. Miró hacia el hombre del café y con un gesto tradicional, ordenó uno. Casi como un acto reflejo, metió su mano en el bolsillo trasero de su pantalón, buscando su billetera, necesitaba cerciorarse de tener el dinero para pagar el café. Abrió la misma y cayó de ahí un papel que había olvidado poseer. Lo abrió y encontró una dirección. Quiso recordar su procedencia, pero un grito en una mesa cercana lo sobresaltó. Un hombre y una mujer discutían sobre nada en particular. La mujer se levantó y entre lágrimas se retiró del lugar. Atravesó la puerta principal a paso apurado y justo frente a su ventanal, paró el primer taxi que encontró. El hombre simplemente procedió a pagar la cuenta sin preocuparse por el vuelto. Tomó su sobretodo, su maletín y se dirigió también por la puerta principal, pero en dirección contraria.

Para cuando volvió a poner atención sobre el papel, notó que no estaba. Por un momento quiso agacharse a buscarlo en el piso, pero consideró aquella actitud poco decorosa y, presa de su timidez, solo se limitó a buscarlo con la mirada. Pronto llegó el café que había ordenado y prolijamente se dispuso a disfrutarlo. Tomó dos sobres de azúcar, sacudió primero uno y después el otro, sosteniéndolos por un extremo superior y dándole suaves golpes contra la palma de su mano. Los abrió lentamente y volcó paulatinamente su contenido dentro de la taza de café, para su sorpresa, de plástico. Tomó la cucharita plástica y mientras miraba por la ventana, revolvió describiendo pequeños círculos con la misma. El sol rápidamente había cedido su terreno y el frío se notaba en las levantadas solapas que abundaban allí afuera.

Un sonido hiriente alteró la frenética tranquilidad que reinaba en el aire. Y fue la invitación al cambio. El cuerpo quedó dentro del bar, pero su alma salió por la puerta principal. El cuerpo ahora simplemente miraba como el alma investigaba los alrededores.

El sonido lo produjo una bocina, informó la misma. Y se encontró con paradas de colectivos plagadas de gente. Gente que quería volver a sus respectivos hogares. A la vuelta, doblando la esquina, pobreza. Basura. Vio a un chico que jugaba con un autito de plástico violeta. y soñaba que era Traverso, como le enseñó el padre. Se topó con un señor de unos cincuenta años. Sus lentes parecían tan gruesos como sucios. Y el maletín desencajado resistía colgado de su mano derecha. También encontró un morochón de físico imponente que caminaba con un pesado bolso de cuero negro al hombro. El cuerpo buscó similitudes dentro del bar pero no las encontró. El alma, desde las afueras, consultó por los colores: Informó la predominancia de los cartones y las maderas, los tonos eran apagados, pero el brillo lo llevaban las personas, en los ojos.

El cuerpo notó que el bar resplandecía en colores y luces, pero eran falsos, hipócritas. Cansada, su alma se detuvo frente al ventanal y se sentó en el cordón. Fue en ese momento que nuestro personaje descubrió que dos pedazos de vidrio articulados con un brazo hidráulico no eran simplemente la puerta de un bar. Eran un portal, la salida a otro mundo totalmente distinto, totalmente real. Tanteó el marco plástico del ventanal y una lágrima rodó por su mejilla.

Todo el bar se conmocionó y lo miró. Las miradas eran vacías, llenas de la nada. La temible nada. Tenían si, un dejo de pánico, pero no alcanzaba. Su alma desapareció en ese instante y no puedo asegurar si volvió a el. Giró y vio a toda esa gente: Eran fríos, observadores, sin brillo, rígidos. Eran de plástico.

Volvió a ponerle el seguro a su arma y la guardó nuevamente en la cintura. No había un motivo para robarle a esa pobre gente. Tampoco tenían nada que le interesara. Depositó unos billetes sobre la mesa, suficientes para el pago de su café, y atravesó, caminando tranquilo, la puerta principal.

Del otro lado de la calle, donde el viento atacaba impiadosamente a las frágiles hojas, lo esperaba su vida.

Este cuento forma parte del libro "Es verdad, era mentira" publicado en Diciembre de 2016 por Ed. Dunken.

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sábado, 23 de junio de 2018

Maradona nos hizo creer

Permintanmé una pequeña trampa. Bah, en realidad dos: La primera es acentuar las palabras como mejor se me cante para que el lector pueda leerlo (valga la redundancia) con la misma entonación que yo se lo relataría verbalmente. La segunda es la de omitir todos los nombres propios a excepción de Maradona, como observarán en el título.

Imaginemos juntos. El escenario es conocido, es el planeta que habitamos. No espere muchas cosas mágicas (aunque algunas parezcan serlo). Simplemente haga un breve repaso por las realidades socioeconómicas del capitalismo. Países poderosos (llamados "primer mundo") potencias económicas que dominan lo que pasa y lo que no y un puñado (demasiado grande) de países que (sobre)viven de acuerdo a voluntades ajenas. Ya tenemos el marco principal.

Ahora nos vamos a centrar en la historia de uno de esos países pobres que pugnan por atravesar el día, en un escenario de constantes luchas sociales de pobres versus pobres donde una injusta división de las riquezas premia a un mínimo porcentaje de habitantes que, serviles a los poderes extranjeros de los países primermundistas, obedecen y explotan a la población en pos de beneficios ajenos. Ya definimos un subgrupo en la historia. Usted ya se empieza a sentir identificado.

Este cuarto párrafo es para dilucidar el punto de conflicto de nuestra historia: Imaginemos que todos estos países tengan una actividad en común, no sé... pongámosle un nombre de fantasía, se me ocurre algo así como "piepelota". Pensémoslo como una actividad física que incluye patear una pelota, que se practica en grupo y que realmente despierta pasión en la mayoría de las poblaciones. Siempre va a haber unos cuantos que miren con recelo y elijan quedarse afuera, pero son los menos. Imaginemos que en todos los países, la mayoría de sus habitantes practica este juego (o deporte, como prefiera) que se llama "piepelota".

Comienzan entonces las organizaciones. En todos los países alrededor del mundo la gente se empieza a juntar, encuentra otras personas que comparten su afición y se les ocurre medirse unos contra otros para ver qué conjunto de personas desarrolla de forma más efectiva esa actividad. Crean entonces reglas, herramientas de medición de performance y con el tiempo, éstas se vuelven globales. Esas reglas serían como los derechos humanos, para que el lector lo entienda. Sin importar nacionalidad, edad, género, raza, lo que fuere, las reglas son iguales para todos los habitantes del mundo.

Las competencias comienzan a crecer: Locales, regionales, nacionales, continentales, mundiales. En poco tiempo se crean federaciones y los habitantes de cada país deciden unirse tras su bandera y competir contra los mejores de los demás países. Ya dejan de tener nombres propios como su barrio, su ciudad o el nombre del club donde se juntan a practicarlo. Pasan a llevar los nombres de sus países.

Prontamente alguien entiende que todo esto podría generar un negocio monstruoso: Incluye publicidades, arreglos de televisación, franquicias, merchandising. Se genera un aparato gigantesco que moviliza millones a lo largo del mundo. La distribución sigue siendo la misma: Los países poderosos se reparten el 90% de la torta, dejando para los demás las migajas.

En los países poderosos, todo funciona a la perfección: Todos los equipos de su territorio son auto sustentables, los estadios cuentan con las medidas de seguridad correspondientes, los acuerdos de televisación son sustanciosos y los ingresos generados por las figuras de su combinado nacional se destinan exclusivamente en gestiones orientadas a potenciar el rendimiento de dicha selección.

En los países tercermundistas, todo se hace a pulmón. Los equipos de sus territorios dependen casi exclusivamente de las dádivas del ámbito empresarial: No son auto sustentables, padecen el flagelo de las combustiones sociales causadas por la opresión y sobreviven ofreciendo de tanto en tanto a modo de sacrificio a los dioses, un jóven talento a los equipos de los países poderosos. Los ingresos generados por estos, cuando se juntan para representar a su país de origen, mínimamente alcanza para emparchar huecos, subsidiar equipos mal administrados y compensar falencias sociales.

La lucha se hace despareja, injusta. Los poderosos tienen mejores instalaciones, tienen los mejores seleccionadores, entrenadores y directores técnicos, cuyos salarios superan el presupuesto de una década de todo un país tercermundista. Ellos se arreglan con lo que tienen dentro de su ámbito, con tecnología descartada del primer mundo y con copias desactualizadas de sistemas utilizados hace años atrás por las potencias mundiales.

Los habitantes de los países pobres, se acostumbran a esa realidad: Aplauden el esfuerzo, valoran una representación digna de sus muchachos y no dudan en elogiar los mecanismos y resultados de los poderosos. Idolatran especialmente a sus compatriotas que logran emigrar hacia las potencias y día a día compiten de igual a igual con ellos. De hecho, gracias a varios de ellos algunos clubes locales lograron terminar el estadio o construir una pileta de natación.

Pero un día se nos aparece un morochito rebelde, con rulos y una actitud altanera que cambia la escena. Hagamos el ejercicio conjunto de bautizarlo: Década del 60, país pobre sudamericano, afueras de la capital, vamos con la costumbre local de nombrarlo en honor al padre: Se llamará Diego. Hay que ponerle un segundo nombre, puede ser el primero que nos venga a la mente: Ya sé, como lo estamos "armando", ese va a ser el segundo nombre. Armando. Y como apellido, vamos a ponerle uno bien de fantasía, digno de un superhéroe: Maradona.

Maradona de a poco empieza con esta cosa de combatir al poderoso. Los primeros logros son vistos desde cerca por los habitantes de su país ya que con su equipo humilde, el de sus inicios, pone en jaque a los poderosos locales. Pasa el tiempo y la historia se repite, un poco más lejana. Y cada vez que representaba a su conjunto nacional, se empezaban a ver algunas cosas extrañas: Empezaban a parecer. De repente no les parecía tan lejana la idea de ganarles, aunque ocasionalmente, a uno de los poderosos. De pronto se dieron cuenta que era posible y no sólo eso, sino que lo ven ocurrir. Y no lo vieron solamente sus compatriotas, sino que quedó a la vista de todo el mundo. Señoras y señores, ese combinado nacional de un país tercermundista pobre y embebido en conflictos sociales, injusta distribución de sus riquezas y esclavizado por las potencias mundiales, le ha ganado a todas ellas (o quizás, para darle más dramatismo a la historia, a la principal) y se ha consagrado como el mejor combinado del mundo. El morochito enrulado sonríe sobre los hombros de algún compañero, con la copa en la mano.

Fueron años de gloria. Los olvidados de la historia, los que inventaron la birome por no tener los medios para la lujosa escritura de pluma y tinta, los que inventaron el colectivo por no poder tener otra forma de transporte que no fuera masiva, eran los mejores en algo. Y sobretodo, los mejores en algo donde participaban todas las personas del planeta, con sus poderes y sus influencias. No había disparidad económica, social o de poder que pudiera contra ellos.

Unos años después empezamos a reforzar esa idea. En la siguiente oportunidad de medirnos, nuevamente logramos superar a todas las potencias y otra vez nos enfrentamos nosotros, los mejores del mundo contra ellos, los más poderosos. Y si bien el sopapo de realidad fue doloroso, nos grabó la idea: Nos tuvieron que robar ante los ojos de un mundo que hizo la vista gorda, para poder superarnos. Uno de los nuestros, de un país oprimido, nos clavó el puñal por la espalda. Ejemplos en la historia no faltan. No era suficiente con sus presiones económicas, no era suficiente con nuestras penurias sociales. Nosotros éramos los mejores y la única forma de superarnos era robándonos plena y llanamente.

Pero estos muchachos no se quedarían de brazos cruzados. En la tercera edición tendríamos nuestra venganza y volvimos para reclamar lo que nos pertenecía, ya convencidos, por derecho divino. Éramos los mejores y nos correspondía el primer lugar. La competencia arrancó y quedó demostrado de qué estábamos hablando. La revolución proletaria encabezada por ese tal Maradona, el morocho de rulos, estaba dispuesta a poner de rodillas al poderío económico reinante y esta vez no bastaría con un penal para deternerlo. Y vaya que si lo sabían, porque directamente para frenarlo le cortaron las piernas.

Y ahí quedamos desamparados todos sus compatriotas. Desde ese día no nos damos por vencidos y estamos convencidos de ser los mejores del mundo, porque Maradona nos hizo creer. Desde el día que lo vimos enfundado con la camiseta que nos representa a todos, de a poco nos fuimos olvidando el papel que nos dieron en la obra de teatro del capitalismo y pensamos, ilusos, naifs, inocentes, que la alegría también nos podía tocar a nosotros, que podíamos soñar con primeros puestos y que la vida era horizontal, con igualdad de oportunidades para todos. Nos hizo creer que éramos todos iguales, que ahí dentro no había diferencias y que nuestros pecados de latinos subdesarrollados no iban a perseguirnos y castigarnos dentro del verde campo de juego.

De no ser porque todo esto no es otra cosa que la pura realidad, esta historia no sería más que un guión rechazado por Hollywood en el que un ser de otro planeta baja en un barrillete cósmico y libera a una población de la opresión tirana.

Hoy poco a poco las nuevas generaciones van volviendo a la normalidad del escenario capitalista. Se aceptan las limitaciones impuestas desde afuera, empieza nuevamente a proliferar la idolatría sobre aquellos "que triunfan allá" sin morder la mano que les da de comer y nos contentamos con una derrota digna ante los poderosos. Las habitaciones de los niños y sus redes sociales se ven inundadas de pósters e imágenes de las grandes figuras de las grandes ligas. Todos conocen las formaciones de los equipos más poderosos y no dudan de mostrarse hinchas fanáticos de tal o cual conjunto europeo, a punto de no perderse ningún partido por la televisión por cable. La organización nacional del piepelota es caòtica, a punto tal de no encontrar siquiera un seleccionador que se digne a dirigir el combinado nacional. Ya la gente no quiere creer, sino que quiere aceptar. "Tenemos limitaciones", "Es lo que tenemos", "Bastante hacen, con el quilombo que es la administración", “es el reflejo de la sociedad”, "salimos 3 veces subcampeones" es lo que dicen y no puedo evitar putear con muchísimo dolor. El dolor de haber sido y ya no ser. Y putear y maldecir a ese morocho rebelde de rulos nacido en los suburbios de algún país pobre y subdesarrollado que nos hizo creer.



lunes, 28 de mayo de 2018

El vendedor II

Pasaron meses y muchos timbrazos de sábado solicitando ropa para regalar desde esa primera visita. Su aparición aquel sábado me había generado un recuerdo literario: su presencia corporizó la idealización que tenía en un recóndito recoveco de mi mente del Dr. Cross, el personaje de ficción creado por Arthur Clarke en su cuento “No habrá otro mañana”. El recuerdo evidentemente se había visto influenciado por la añoranza de las discusiones, los debates a los que con ella sometíamos a cuanto escrito nos pareciera interesante a alguno de los dos. Compartirlos, desmenuzarlos, rayarlos y finalmente devolverlos a la biblioteca nos daba alegría, felicidad. Una felicidad pura y humilde. “Un libro subrayado es un libro vivido” me repetía con sabiduría. Ese mismo sábado, con motivo de releer el relato de Clarke, me había abocado a la tarea de su búsqueda, lo que derivó en un reordenamiento del material literario que logró hacer placentera la actividad de sentarse en el sillón de tres cuerpos que habitaba en mi living a observar esa pared poblada de libros, prolijamente ordenada por el nombre de autor. Es cierto que la desprolijidad y el desorden traían recuerdos de cuando jugábamos a ubicar los libros, quienes cómplices de nuestro juego, aprovechaban para ocultarse en el desorden… “El cazador oculto” me decía ella y mi tarea era encontrarlo con la mirada, desde la comodidad del sillón. Esa biblioteca, que sin ella no causaba más que desolación, se encontraba perfectamente en orden y era mi pequeño motivo de orgullo. Una fría y gris tarde de invierno, mientras la observaba, apareció el vendedor nuevamente en la puerta. Con la misma calma del primer encuentro se presentó a través del portero eléctrico como viajante y yo, al igual que la primera vez, me dispuse a abrir la puerta para, con un gesto manual, indicarle que no estaba interesado en lo que me pudiera llegar a ofrecer. Al retirarse, cruzando Concordia, pude ver que llevaba un estuche de guitarra en su mano derecha.

Este cuento forma parte del libro "Es verdad, era mentira" publicado en Diciembre de 2016 por Ed. Dunken

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martes, 1 de mayo de 2018

Creando un personaje

Hemos cambiado como raza. No me animo ni me siento calificado para decir si ha sido para mejor o peor, pero hemos cambiado. Esas reflexiones griegas que crecimos escuchando y repitiendo ya no tienen lugar en nuestra sociedad moderna. Quizás dentro de mil años grandes pensadores sean recordados por frases como "En el caso de existir devoluciones de compras, esta se hace por el valor que se compro al momento de la operación, es decir se le da salida del inventario por el valor pagado en la compra" pero lo cierto es que, del mismo modo que las redes sociales y el "todo fácil, todo ya" se apropiaron de nuestras vidas, nos hemos acostumbrado a un carácter más efímero de las cosas y también han caído en esa manía los grandes pensamientos de otrora. Ya nadie tiene tiempo de sentarse bajo un manzano a pensar sobre la ley gravitacional o, de tener esas inquietudes, probablemente se encuentre becado trabajando en un laboratorio donde varios servidores vayan guardando la  información por él.

Es por ello que una de mis reflexiones más mundanas y básicas de mi vida me sigue persiguiendo y sigue presente a cada momento en esta aventura de escribir: Saliendo de mi adolescencia me topé con la nueva moda del chat. Estamos hablando del fin del Siglo XX, cuando con una mínima conexión de Dial-Up podías ingresar en cuanto salón de conversación quisieras y despacharte con lo quieras mediante el simple ejercicio de tipear. Y en ese contexto me sorprendía algo que se repetía en mis variadas interacciones: La gente en los chats, creaba personajes. En un principio no lo noté, pero con el paso del tiempo me convertí en un usuario porfiado, que ante cada conversación intentaba descifrar, sin importarle la comunicación humana, que partes del relato ajeno eran ciertas y cuales no. Y tanto en hombres como en mujeres, la estadística era similar: Ambos mantenían detalles de base, de núcleo, dentro de su realidad y toda la decoración era falsa, camaleónica de acuerdo a mis movimientos durante la charla.

Allí surgió la reflexión: Si la idea es mentir, engañar, ¿por qué no decir que uno era astronauta, que había estado entrenando en la NASA y que debido a un recorte de presupuesto estaba licenciado hasta nuevo aviso, en lugar de fingir pasión por Ricardo Arjona? ¿Por qué no decir que una era líder de un movimiento rebelde armado, en lugar de fingir ser una secretaria ejecutiva? Como relataba oportunamente en algún cuento que anda por ahí, nadie en los chats era payaso o boxeadora. Abundaban las bailarinas árabes, los gerentes, las estudiantes de psicología y los cantautores incomprendidos. Toda una maquinaria de ilusiones, sueños y posibilidades, relegada por la necesidad imperiosa de agradar. Si la mentira tiene que ser lo suficientemente creíble para parecer realidad, por qué no directamente ir por un escenario real, en lugar de copiar experiencias ajenas? De todas las posibilidades brindadas por la mente humana, elegir la opción de la mayoría. Empatizar. Buscar el lugar común. 

En esos años aprendí dos cosas fundamentales para mi desarrollo como cronista y como escritor: En primer lugar, aprendí a crear un personaje. Y en segundo lugar, aprendí que nunca iba a vender muchas copias de mis escritos.

martes, 13 de marzo de 2018

La falsa compañía

Se me ocurre como reflexión que existe una falsa compañía (o viéndolo desde el ángulo opuesto, una particular soledad) en la vida de los escritores.

Pensemos así: Un escritor prolífico tiende a pasar la mayoría de su tiempo inserto en un mundo con variados personajes, con vidas propias. Estos personajes tienen temores, estados de ánimo, personalidades y viven en mundos donde llueve, hace calor, hay mosquitos y los vecinos ponen la música a muy alto volumen. Estos personajes tienen sus vidas; por momentos son felices, por momentos lloran, algunos nacen y otros mueren. Pero el escritor nunca es parte. Es creador y observador. Es un mundo que solamente el conoce, con una sola puerta y una sola llave, que solamente él conoce y posee. De ese lado de la puerta, un mundo imperfecto, inacabado, indómito. Porque el escritor sabe que sus narraciones tienen que empatizar con el mundo del otro lado. Y ese mundo del otro lado se muestra indescifrable. Ya no hay una sola puerta ni una sola llave. Hay tantas puertas y llaves como personas lo habitan y detrás de cada puerta hay una infinidad de puertas opcionales que se pueden transitar. Y el escritor desconoce de puertas abiertas, de caminos largos y de trampas escondidas. El escritor ha pasado la mayor parte de su tiempo viviendo e interactuando con los frutos de su imaginación, enredado en laberintos que él mismo ha diseñado. Ha creado una, dos, cien realidades paralelas. Y sin embargo, nunca pudo insertarse en ellas. Ha creado cien puertas, miles de llaves. Y ahí está, parado frente a todos mientras sus personajes, espejados lo miran para saber que hacer. Y el escritor, del otro lado, no tiene a nadie que lo ayude.

De un lado, una puerta a su mundo interior: Colorido,imperfecto, cambiante. Del otro lado, una puerta a la realidad: Cambiante, imperfecta, colorida. Y en el medio el escritor, siempre solo.

lunes, 19 de febrero de 2018

Mismo



Se despertó a la mañana. Misma cama, misma habitación, incluso las mismas sábanas. Observó esa grieta en la pared, la misma de todos los días, que aún estaba sin arreglar. Se sentó en el mismo lugar de siempre y buscó las mismas pantuflas de todos los días, que estaban en el mismo lugar de cada mañana. Se las calzó y con la misma parsimonia que lo hacía todos los días, consumió esos metros que lo separaban del baño. El mismo baño de siempre. Se miró en el mismo espejo de cada mañana, esquivando las mismas manchas de siempre. La misma cara. Las mismas ojeras. El mismo jabón, la misma canilla, la misma toalla. Fue a la cocina. La misma taza, la misma pava, el mismo mate cocido de todas las mañanas. Tomó el último pan de la bolsa, húmedo y endurecido por el paso de los días. Abrió la misma heladera de siempre y sacó el paquete envuelto con papel blanco que contenía el fiambre. Poco. Con prolijidad y esmero, cortó el pan en dos mitades. Puso la última feta de jamón cocido y agregó dos o tres pedazos de fetas de queso. Lo envolvió con una servilleta, lo guardó en el bolso y salió, para caminar las mismas cuadras de siempre, ver los mismos árboles, los mismos baches y el mismo semáforo, para llegar a la misma estación de siempre, sentarse en el mismo banco, tomar el mismo tren, subirse al mismo vagón y sentarse en el mismo asiento de cada día, para ir a la fábrica a ver las mismas caras largas de siempre y hacer el mismo trabajo rutinario de siempre. Llegando a la estación, escuchó el ruido de un tren que se iba. No podía ser. Miró su reloj, el mismo de siempre. 06:56, como siempre era a esa altura de su recorrido. El tren no debía llegar hasta las 07:03. Ingresó en la estación a tiempo para observar como su tren se iba en dirección a la Capital. Miró su banco de todos los días y estaba ocupado. Un chico luchaba contra el frío acurrucándose dentro de su campera. Dudó. Se acercó y se sentó en ese banco, su banco de todos los días, compartiéndolo, aunque todos los demás estaban vacíos. Pasaron algunos minutos. No hubo palabras entre ellos. Sacó el sándwich del bolso y se lo ofreció al chico, que aceptó la oferta sin emitir palabra de agradecimiento alguno. Continuaron los minutos de silencio. El siguiente tren llegó a las 07:21. Observó lo largo de la formación y decidió cambiar de vagón. Una vez dentro, sentado con la cabeza contra la ventanilla, pensó que no sería un mal día después de todo.

Este cuento forma parte del libro "Es verdad, era mentira" publicado en Diciembre de 2016 por Ed. Dunken.

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