domingo, 29 de marzo de 2020

Necesito encontrarte


Carlos tuvo un presentimiento raro el primer día, y siendo ya de noche, marcó con un círculo rojo en el calendario que colgaba atrás de la puerta de la cocina el número 17. Lo marcó fabulando un eventual juicio, en el que lo llamarían a declarar y el podría decir “Si, recuerdo el jueves 17 de marzo. Ese día pregunté por Patricia en la oficina y nadie sabía de ella. El día anterior habíamos estado charlando todos juntos, hablando de que llevaba más de una década trabajando en la compañía. Pero de repente, ese jueves no vino a trabajar. A nadie parecía importarle. Cuando pregunté, todos coincidían en no saber de lo que hablaba. Aunque pensé que era una broma, al llegar a casa lo marqué en el calendario, para no olvidarme de la fecha”.

Lo cierto era que Carlos tenía algunos problemas que lo hacían desconfiar. No era la primera vez que tenía episodios de amnesia o desorientación, pero desde que había realizado el tratamiento era la primera vez que sospechaba tener alguno de los síntomas.

El viernes decidió no preguntar nada, esperando que en algún momento apareciera Patricia o algún compañero no resistiera la tentación y confesara la broma. Pero las horas pasaron y todos actuaban a la perfección: nadie daba ni el más ligero indicio de estar mintiendo u ocultando algo. Patricia no estaba, pero lo que es peor, todos negaban su existencia, haberla conocido, saber de qué estaba hablando Carlos.

Esa tarde Carlos hizo una escala en un café cercano al trabajo, necesitaba pensar un poco, ordenar los hechos, tratar de encontrarle la vuelta. ¿Patricia había dicho algo de cambiar de trabajo? ¿Se iba de vacaciones? ¿Había mostrado algún síntoma de enfermedad? Pero si alguna de estas fuera la causa de su ausencia, ¿Por qué todos los compañeros negaban su existencia? ¿Por qué nadie la conocía ni la recordaba? Carlos llamó al mozo y le preguntó

―Disculpe, ¿Hoy es 18 de Marzo verdad?
―Todo el día -respondió el mozo
―Y estamos en Argentina y el campeón de América es River ¿no?
―Mal que me pese, la respuesta es en ambos casos que sí.

Carlos sonrío con un poco de alivio y pagó. Si bien eso ayudaba a descartar algún episodio de amnesia, no lograba echar luz sobre la broma de sus compañeros. Volviendo a su hogar, unos metros antes de la entrada del edificio, comenzó a buscar en su bolso las llaves que no aparecían. Como un brusco descenso de temperatura lo agarró desprevenido, se relajó pensando “igual cuando llegue al edificio me abre Rubén, el seguridad y las busco en el ascensor”. Al llegar se sorprendió al no encontrar al guardia de seguridad, lo que lo obligó a buscar nuevamente y a la intemperie dentro del bolso por las llaves. Subió a su departamento y antes de ponerse cómodo, fue a verificar el calendario detrás de la puerta. El día 17 estaba marcado y con la misma lapicera marcó el día 18. En el cuadrado blanco del día escribió “Hoy Patricia tampoco fue a trabajar”.

El sábado comenzó con la rutina de siempre: mirar fútbol internacional en la cama. Desayuno tranquilo y el engorroso plan de ir al supermercado y al lavadero. El primer paso sería dejar la ropa a la ida, sino el lunes tendría que ir al trabajo con algo muy viejo o sucio. Con un poco de suerte y quizás haciendo un poco de tiempo tomando un café, podría volver al departamento con los víveres y la ropa limpia, para no salir dos veces. Pero al doblar en la esquina, con las dos bolsas de ropa sucia, notó que extrañamente el lavadero estaba cerrado. No había carteles que indicasen el motivo, ni una eventual demora. Contrariado, decidió regresar a dejar las bolsas, para realizar la compra menos cargado.

Esa misma noche decidió ir al cine. Al salir, volvió a notar la ausencia del guardia de seguridad del edificio. Una vez en el cine eligió la película que más le llamó la atención por el título. No se había integrado a la moda de las reseñas por Internet, las compras electrónicas y el bombardeo de tráilers. Decidido se acercó al mostrador y le indicó a la chica que lo atendió:

―Una entrada para “La masacre de Rivers” por favor. -y enseguida agregó- para la función de hoy, sábado 19, 22:30hs.

La chica que lo atendía no prestó mayor atención a la especificidad del pedido y mientras masticaba ordinariamente un chicle, le espetó:

―Fila siete tenés en el medio, sino más arriba pero en los costados -dijo con tono monocorde y sin despegar la vista de la pantalla.
―Sí, fila siete está perfecto.

Pagó en efectivo y chequeó el día y la hora en el ticket que le entregaron. Al volver del cine encontró a un vecino en el ascensor, al que le consultó sobre la ausencia del guardia de seguridad:

―¿Tenés idea qué pasó con Rubén, el de seguridad?
―¿Qué Rubén?
―El guardia de seguridad que trabajaba acá… ayer no lo ví y hoy tampoco.
―No sé de qué me hablás, nunca tuvimos guardia de seguridad.

El ascensor se abrió en el piso del vecino. El mismo mientras se iba y ensayaba un saludo, lo miró con una sonrisa extraña, una mezcla entre burla, simpatía y desentendimiento. Carlos llegó apresurado a su departamento y remarcó el día 19 con la lapicera roja. Debajo, en el cuadrito escribió “El de seguridad tampoco está”. Trató de calmarse con un vaso de agua y enseguida fue al botiquín del baño, para buscar su medicación. Si bien había dejado de tomarla hace unos meses, todavía quedaban algunas pastillas y no estaban vencidas. El mero hecho de tenerlas le devolvió la tranquilidad. “Tengo que pensar, tengo que pensar” se repetía sentado en la cocina, con ambas manos sosteniéndole la cabeza y los codos apoyados sobre la mesa. “Tengo que pensar bien en lo que está pasando”. Esa noche antes de dormir llamó a Patricia, pero no tuvo respuesta. El contestador genérico de la compañía telefónica le indicó el número al cual había llamado. Le dejó un mensaje: “Patricia, soy Carlos. Necesito encontrarte”.

El amanecer del domingo lo encontró mal dormido, cansado. Decidió bajar a la panadería y al pasar por el mueble de recepción en la planta baja del edificio, notó que hasta se habían llevado la silla que utilizaba el guardia. Una vez en la panadería, aprovechando la cercanía del local con el lavadero, le preguntó a quien lo atendía:

―Escuchame, ¿tenés idea cuando abre el lavadero de al lado?
―¿Qué lavadero? ¿El de autos de la otra cuadra? Está abierto ahora, creo.
―No, el lavadero… el de ropa, el de al lado, el de las dos hermanas
―¿Qué hermanas?
―Acá al lado, pasando el edificio naranja, el lavadero de las persianas verdes… 

Mientras decía esto, Carlos empezó a sentir que se le venía el mundo abajo. Sudor frío corriendo por la espalda y una súbita agitación lo forzaron a apoyarse sobre el mostrador. Casi sin terminar de recuperarse, se apresuró y corrió a la puerta para constatar que, junto al edificio naranja, donde siempre había estado el lavadero, no había un local de persianas verdes sino un lujoso dúplex de tejas negras. Salió a la calle y comenzó a caminar. Al pasar por un puesto de diarios, se cercioró de la fecha. Era domingo, era 20, era Marzo.

Volvió corriendo a su casa, mientras en el teléfono celular buscaba desesperadamente el número de su médico de cabecera, el Dr. Moyá. Entrando al edificio lo encontró y marcó desesperadamente. Una voz femenina respondió en el otro extremo:

―Hola
―Buenos días, yo soy paciente del Dr. Moyá, me atiendo con él hace años, mi nombre es Carlos Amato… 

Al poco tiempo Carlos notó que al ingresar al ascensor, la comunicación se había cortado y no había respuesta del otro lado. Llegó a su piso, sacó las llaves, ingresó al departamento y mientras caminaba hacia el baño en busca de las pastillas, presionó “llamar” sobre su última comunicación. La misma voz atendió nuevamente, esta vez con un tono inquisitivo:

―¿Hola?
―Hola si, yo llamé recién, mi nombre es Carlos Amato, soy paciente del Dr. Moyá, me atiendo con él hace años, ¿me podría comunicar con él?
―¿Con quién? -preguntó la mujer
―Con el Dr. Moyá. Roberto Moyá, yo soy paciente de él.
―No, número equivocado.
―Por favor, no me corte -interrumpió Carlos- ¿este teléfono es el que termina en cero, cero, cuatro, cuatro?
―Si, pero es mi número y no conozco a ningún Dr. Moyano.
―Moyá. Roberto Moyá -corrigió Carlos.
―Ni Moyá, ni Moyano, es mi número y lo tengo hace años.

Carlos cortó automáticamente. Apurado tomó dos pastillas del frasco y con agua del lavabo, las ingirió. Caminó hasta su calendario, remarcó el día 20 en el calendario y simplemente anotó “Lavadero. Dr. Moyá”. Su siguiente recuerdo fue acostado en la cama. Las pastillas eran muy fuertes y siempre lo terminaban durmiendo súbitamente. Sintió que alguien más estaba en la habitación y al abrir los ojos, se encontró con unos seres, unos espectros humanoides oscuros que lo observaban con ojos inmensos y completamente abiertos y penetrantes mientras flotaban en el aire. En la habitación había no menos de ocho de estas figuras. Carlos quiso moverse e instantáneamente volvió a despertar, esta vez de verdad, solo en su habitación. Recordó, agitado por el pánico, que ese era uno de los efectos colaterales de su medicación. Ya era de noche, por lo que trató de volver a dormir para revisar toda la información al día siguiente.

La mañana del lunes lo encontró completamente aturdido. Las pastillas, los nervios y esa sensación de incertidumbre no lo dejaban descansar. Mientras se duchaba para ir a trabajar, tomó otra pastilla. Al salir de la ducha se llevó el frasco consigo y mientras se vestía, lo guardó en el bolso. Preparó un café y ansioso por salir a conversar, a ver gente, a tratar de solucionar lo que ocurría, salió sin comer nada, con el plan de pasar por la panadería a comprar algo y, de paso, disculparse por lo ocurrido el día anterior.

Al salir del edificio lo sorprendió lo vacía que estaba la calle. No sólo no circulaban autos, sino que no había ningún vehículo estacionado en la cuadra. “Deben estar arreglando algo y cortaron la cuadra” pensó para explicar la situación. Al doblar en la esquina, notó que al lado del chalet, donde ayer estaba la panadería, había un edificio imponente, de más de 20 pisos. Cruzó la calle sin mirar el tráfico y llegó hasta la puerta del lugar. Un encargado baldeaba los pisos mientras conversaba con alguien por teléfono. No quiso ni siquiera preguntar por la panadería ni el panadero. Solamente sacó otra pastilla del frasco y la tomó.

Caminó esa mañana hasta al trabajo, absorto de todo lo que pasaba a su alrededor y llegó a la puerta del edificio de su compañía. Se alegró de ver que estaba en el mismo lugar de siempre, que era igual que siempre, que existía. Pasó las puertas de vidrio y en el mostrador de recepción le pareció ver la silueta de espaldas de un hombre al que conocía. En ese instante escuchó que precisamente, estaba consultando por el:

―Buenos días, ¿Me podrías decir el interno de Carlos Amato por favor?

Carlos apoyó su tarjeta de ingreso sobre el lector. No escuchó el sonido de acceso permitido, sino que golpeó su pierna contra el molinete rígido. Volvió a apoyar la tarjeta sobre el lector y visualizó el que resultado era una luz roja que le negaba el acceso. Quiso hablar y no pudo. Su visión se volvió borrosa. Se le aflojaron las piernas. Volvieron a aparecer los entes oscuros, los humanoides que flotaban y lo observaban en su habitación:

-Desvanécete -le dijo una de las figuras mientras apoyaba una mano en su hombro.



sábado, 28 de marzo de 2020

Para toda la eternidad


Esa mañana en particular era mucho más cálida que lo que correspondía a esa época del año. Ver a la familia caminar con desgano bajo el sol de Villa del Parque, cargados ambos brazos con abrigos y notorias muecas de calor era una imagen que remitía a los tiempos de los beduinos nómades vagando por los desiertos del Sahara. Algo en común tenían: la familia de tres estaba buscando un nuevo hogar.

La búsqueda tradicional ya se había vuelto repetitiva y ver las mismas propiedades intento tras intento mermaba lentamente su voluntad de cambio. Por ello mismo habían decidido salir a recorrer esas zonas que tanto anhelaban habitar y tratar de encontrar, en una mezcla de causalidad y suerte, una propiedad con un bendito cartel que dijera “en alquiler”. 

Todavía no eran siquiera las 10 de la mañana y, agotados por el calor y la poca fortuna, ya consideraban emprender el regreso e intentar en otra ocasión, mejor preparados para el clima y con otra suerte. Pero apenas doblando en una ochava, junto a una inmobiliaria que aún se encontraba cerrada, encontraron un mínimo cartel junto al portero eléctrico de un edificio. “Se alquila departamento de 3 ambientes, tocar timbre del 6° “A”. La simpleza del cartel, lo mínimo de su tamaño y el hecho de que lo hayan encontrado entre una búsqueda área de enjambres de balcones y carteles de inmobiliarias les pareció una buena señal. Todo ese tiempo mirando para arriba y la solución se les apareció en ese pequeño hall al que acudieron por un breve mimo de sombra matinal.

El hombre tocó el portero y una voz anciana, gentil y femenina contestó a la brevedad. Les preguntó si estaba abierta la puerta del edificio y ante la negativa, procedió a abrir mediante el portero eléctrico. Ingresaron los tres al edificio. Era un edificio antiguo pero muy bien mantenido, con un hall de planta baja espacioso y dos ascensores. Las buenas sensaciones se seguían acumulando para la familia. Del ascensor bajó una pareja de jóvenes que venía riendo, con buen semblante, los cuales saludaron con amabilidad.

Llegaron en el ascensor al sexto piso y al abrir la puerta, se encontraron con un paliere de distribución iluminado por el sol que ingresaba por la ventana del fondo, decorado con plantas verdes y frondosas y un aroma fresco, amigable que invitaba a quedarse. Antes de comenzar la búsqueda del departamento “A” notaron que una puerta se abría suavemente. Junto a ella se encontraba la señora que los había atendido por el portero. Menuda, pequeña, les hacía gestos con las manos mientras les decía “Es por acá, es por acá”.

Al entrar al departamento la sonrisa se dibujó en los rostros de la agotada pareja. La misma luz que inundaba el paliere externo llenaba la totalidad del living con una sensación de hogar y descanso. El balcón que observaron inmediatamente se encontraba lleno de plantas radiantes, verdes y florecidas. Él imaginó que sería difícil tenerlo tan lindo, pero podrían intentar. Ella se quedó mirando el parquet brilloso, inmaculado, señorial. El niño rápidamente quedó fascinado con un gato simpaticón que se acercó a saludar y sin mediar permiso maternal, se abocó al juego con la mascota.

“Pasen y vean tranquilos” indicó la señora amablemente. Tenía una elegancia humilde, de otras épocas, de cuando eran otros los valores y las premisas. Les comentó que su marido había salido un rato, pero que ya venía. Que los dos llevaban más de 50 años juntos, ya estaban grandes y mantener el departamento tan grande les costaba mucho trabajo y dinero y que habían decidido de común acuerdo alquilarlo y con ese dinero, vivir en otro lugar más accesible y fácil de mantener. La familia escuchaba y asentía la historia mientras recorrían embelesados los demás ambientes. Cocina, lavadero, cuarto de servicio, habitaciones amplias, placares en los pasillos. Era el lugar que habían soñado al emprender su búsqueda. Todos los ambientes súper luminosos, con vista al exterior. Era su próximo hogar. Llegó el momento incómodo de la pregunta de rigor: el precio del alquiler. Ambos se quedaron sorprendidos con la respuesta de la anciana. El valor era más bajo que el promedio de las propiedades que frecuentaban y el departamento no requería ningún gasto adicional. La anciana había sumado a su respuesta que nada la haría más feliz que saber que de alguna manera indirecta, estaba ayudando a una jóven familia a desarrollarse, a tener un hogar feliz para la crianza de su hijo y por qué no, de los próximos por venir. Les contó historias de su juventud, cuando junto a su esposo soñaban con la familia gigante, la multitud de nietos y la casa grande en las afueras. Las vueltas de la vida le habían permitido tener tan sólo un hijo y los trabajos, las crisis económicas y otros vaivenes no les habían permitido grandes lujos ni casa en las afueras pero les había permitido comprarse ese departamento y mantenerlo lo mejor posible hasta ese día. Por como el hijo de la pareja jugaba con el gato, parecía que ese orden impoluto y cuidado no iba a durar mucho. La criatura estaba completamente energizada pese al calor y jugaba con el gato, como siendo el primero en apropiarse del lugar como su propiedad.

Para sorpresa de la familia, cuando le preguntaron si el alquiler era directo a negociar con ellos, los dueños, la anciana les informó que debían tramitarlo con la inmobiliaria que se encontraba junto al edificio, que probablemente ya estaría abierta. La pareja le indicó al niño que ya era hora de partir, pero la criatura no paraba de corretear y jugar con el gato por el pasillo y las habitaciones del departamento. Tras varios intentos vanos de convencer al niño mediante palabras, la madre optó por la fuerza corporal. Tomó al niño bruscamente de la mano cuando éste pasó por el pasillo tras la mascota de la anciana y lo arrastró hacia la puerta. El niño rompió en llanto y en una protesta pacífica se dejó caer al piso, dificultando la tarea de salida. La anciana ofreció a los padres cuidar al niño, que jugara con el gato un rato, mientras ellos hacían los trámites en la inmobiliaria contigua. Si bien a los padres la idea les pareció descabellada desde un inicio, la amabilidad de la señora, la calidez del hogar y la vivacidad del edificio les dieron un pequeño margen de duda. La inmobiliaria estaba literalmente al lado, desde allí veían la puerta del edificio y no les tomaría mucho tiempo el trámite de señar el departamento para volver con toda la documentación a alquilarlo.

El niño ni siquiera emitió palabra cuando su madre le dijo que se portara bien y que le hiciera caso a la anciana, que ellos volverían en 10 minutos a buscarlo y ahí sí tendrían que irse. La anciana sonrió nuevamente y los esperó con la puerta abierta hasta que tomaron el ascensor.

Mientras bajaban en el ascensor el comentario era unánime: La suerte que habían tenido en encontrar esa propiedad y cómo era cierto eso que cuando se perdía una oportunidad, era porque otra mejor estaba por ahí esperando. Incluso a la altura del segundo piso aventuraron discutir sobre cuál sería su habitación y cual sería para el niño.

Tal cual había vaticinado la anciana, la inmobiliaria se encontraba abierta. Con esa habitual energía de los vendedores que se habían acostumbrado a frecuentar, los atendió un jóven muy bien vestido. Le comentaron que de pura casualidad habían visto el departamento del sexto piso del edificio contiguo y que querían señarlo para alquiler. El jóven les consultó si conocían las comodidades que brindaba el departamento y sin esperar respuesta comenzó a detallarlas. Finalmente, les consultó si estaban de acuerdo con el precio del alquiler y les ofreció la posibilidad de realizar una oferta menor. A la pareja les pareció un precio por debajo del que pensaban pagar y como gesto de buena voluntad para la simpática anciana, contestaron que estaban de acuerdo con ese precio. Mientras el joven empleado preparaba los papeles para la seña, comenzó a comentarles lo espacioso y funcional que es el departamento, que los dueños son una pareja increíblemente bondadosa, a la cual todo el edificio los apreciaba mucho, que siempre fueron muy buenos vecinos pero que bueno, ellos después del accidente con el bebé que tenían nunca habían podido tener otro hijo, y que entre que no tienen familiares y la muerte de la mujer ya no tenía sentido mantener un departamento tan grande para él solo y que el anciano había decidido alquilarlo e irse a un geriátrico, aunque estaba muy triste con el tema.

“¿El anciano?” le preguntó instantáneamente el hombre. Su mujer palideció y sufrió un leve ataque de taquicardia. “¿Cómo que el anciano? ¡Si a nosotros nos mostró el departamento una mujer!”. El empleado, perplejo y sin moverse, solamente contestó que la mujer había muerto hace apenas un par de meses, y como repitiendo lo dicho anteriormente, que esa era la causa por la cual el anciano alquilaba el departamento.

La pareja salió corriendo de la inmobiliaria, incluso dejando parte de sus pertenencias allí. La puerta del edificio estaba casualmente abierta y no se molestaron en esperar el ascensor. Subieron corriendo por las escaleras, poseídos por ese instinto de supervivencia que inyecta adrenalina en momentos como ese. Al llegar al sexto piso, no reinaba la luz que había minutos antes. Casi adivinando se dirigieron por el pasillo oscuro camino a la puerta del departamento. Obviando el timbre el hombre golpeó repetida y violentamente la puerta. La mujer presa de una crisis rompió en llanto mientras gritaba desesperadamente “¡Mi hijo! ¡Devolveme a mi hijo! ¡Devolveme a mi hijo!”. Los golpes eran en vano, como así también los repetidos y constantes timbrazos. Los vecinos del piso salieron a observar y raudamente acudieron en ayuda. Preso de la desesperación el hombre tomó carrera por el pasillo y arremetió contra la puerta del departamento. El primer intento fue insatisfactorio, pero en el segundo logró derribar la puerta. La imagen era lúgubre, desoladora. El departamento estaba a oscuras, todas las persianas bajas. Estaba desatendido, las cosas tiradas en el piso e incluso había bolsas de basura en su interior. Todo apenas podía verse con la luz artificial del paliere.

Desesperados, ambos ingresaron al departamento, llamando a su hijo por su nombre. No hubo respuesta alguna. No la habrá. El nene no estaba en ninguna parte. En una de las habitaciones encontraron al gato maullando y al anciano colgado del techo. En la mano tenía una nota que decía “Vos, yo y nuestro hijo, para toda la eternidad”


viernes, 27 de marzo de 2020

Los invasores


Mientras miraba sorprendido, como azorado cada uno de los detalles a mi alrededor, hacía mucha fuerza para concentrarme y me repetía para adentro “Tratá de recordar todo, cada paso, cada segundo, cada respiración, es algo irrepetible”, quería, literalmente, tatuarme cada instante de esa caminata nocturna con mi padre por las calles del barrio. Las historias que se cuentan en casa, siempre muy bajito y en la oscuridad, hablan de que yo conocía la calle, de que cuando yo era muy chiquito madre y padre me llevaban a pasear a toda hora, incluso mis primeros pasos, caminando como podía sostenido por mamá y papá, cada uno de un lado. Pero claro, todo eso era antes de la aparición del invasor.
De lo que recuerdo por haberlo vivido, y no por historias escuchadas, es que ya nos pasábamos las veinticuatro horas del día encerrados dentro de la casa, las persianas y ventanas tapiadas y que de cuando en cuando, en ocasiones que le tocaba la guardia semanal, padre salía con todo el equipamiento a buscar los alimentos y elementos básicos de subsistencia. Pero en esos casos nunca me dejaban siquiera acercarme a la cochera, que era donde padre se preparaba y por dónde salía al exterior. En esos momentos madre me encerraba en la habitación del piso de arriba, quizás por temor a que nos sorprendieran e intentaran eliminarnos.
Padre desde que tengo memoria es de pocas palabras. Cuando no está durmiendo pasa mucho tiempo sentado en el piso, con los ojos cerrados. Yo sé que no duerme porque cuando intento ir para otro lado, siempre se da cuenta y me dice “quedate acá, que así puedo cuidarte”. A veces me muevo solamente para escucharlo hablar, para darme cuenta que sabe que existo. Madre habla bastante más, pero ahora que ya soy más grande, me doy cuenta que no me habla en serio. Me cuenta historias de antes, de cuando ella era chica. Pero muchas de esas historias son mezclas entre cosas que realmente pasaron y cosas que inventa. Ella me contó lo que eran los libros y hasta en una de las paredes dibujó una biblioteca, que es el lugar donde se guardaban antes de la llegada del invasor.
A veces por la noche, cuando no me puedo dormir, padre me cuenta historias antiguas. Me las cuenta en secreto, al oído, porque dice que no quiere excitarme y que termine haciendo una locura. Siempre mientras cuenta las historias se encarga de dejarme bien en claro que hay que agradecer lo que tenemos, que no trate de salir y que después de todo, no estamos tan mal. Me cuenta de la época previa a la invasión. Me cuenta que la gente salía de sus casas todos los días, a trabajar, a estudiar, a pasear, a divertirse. Una vez me contó que la gente de una casa iba a la casa de otras personas, se llamaban “visitas”. Pero  mi historia favorita es  sin dudas la del día que todas las personas se juntaron en una plaza (es un lugar donde hay mucho espacio al aire libre) y celebraron durante casi dos días un aniversario de “la independencia” que era recordar la época donde todos eran libres y no dependían de nadie. Pero claro, desde la llegada del invasor no pudieron juntarse nunca más en las plazas.
Por eso esta vez, la primera que salgo a la calle en años, la primera que salgo desde que tengo uso de la razón, es que quiero atesorar todas las sensaciones: El frío en el cuerpo, el viento en la cara, el olor tan extraño que tiene todo. Pese a la completa oscuridad trato de divisar formas, plantas, hojas, árboles, casas. Aprovecho para tocar unos pastizales que hay al lado mío. Padre me mira con intenciones de retarme. Me doy cuenta porque frena sus pasos y me apreta un poco más fuerte. Pronto me doy cuenta que debe estar sonriendo, porque mientras volvemos a caminar, me hace un mimo en la cabeza. Todo es tan oscuro que me cuesta adaptar la vista. Mi padre solía contarme de la luna, de cómo esa presencia gigante en el cielo iluminaba a todos por igual. Ahora ya no podíamos ver la luna, pero miro para arriba y trato de imaginarla. Caminamos un poco más, ya debemos estar a más de mil metros de casa. Empiezo a escuchar otros pasos, hay más seres en la calle junto a nosotros. Empiezo a sentir un poco de temor. Cuando padre me dijo que íbamos a salir de la casa, yo le pregunté si había algún problema. El solamente me dijo que no. “¿Madre no va a venir con nosotros?” fue mi siguiente pregunta “No, ella se va a quedar cuidando de nuestra morada” me respondió con mucha firmeza. Escucho voces de fondo, susurros. “¿Son los invasores padre?” siento nuevamente su mano sobre la cabeza, sacudiendo mi cabello “Los invasores siempre hemos sido nosotros, hijo” me responde.

jueves, 26 de marzo de 2020

La traición de Miguel

No es un camino de rosas el que transitan los hinchas del Club Atlético Lugano, porque tampoco lo es el camino que ha recorrido el club desde sus inicios. Fundado como un club de los trabajadores ferroviarios, el inicialmente Club Compañía General de Buenos Aires lleva su estadio al barrio de Tapiales, zona únicamente conocida hasta el momento por la chacra de los tapiales, una propiedad que pasó de manos por varios conquistadores españoles, con las particularidades de ser la vivienda de Martin Joseph de Altolaguirre quien le daría nombre a una de las principales avenidas del barrio. Precisamente siguiendo esa avenida hasta chocar con la estación de trenes, los hinchas debían atravesar los campos del taller del ferrocarril, un hediondo arroyo a través de un puente de durmientes improvisados y atravesar la cancha auxiliar del club, conocida como “Canchicompañia” probablemente una deformación local de lo que era la “cancha de compañía”. La otra entrada al club incluía 300 metros de calle de tierra y un descenso de unos 20 metros por otro camino que se volvía imposible de escalar en los días lluviosos. 

Por ser un club ferroviario, fundó su sede en el barrio porteño de Villa Lugano, junto a la estación de tren. Para esa época, el club pasó a llamarse Club Atlético General Belgrano de Lugano por una disposición porteña que prohíbia llevar a los clubes en su nombre el término “compañía”. A mediados de los 80, en una búsqueda de identificación de los comerciantes locales y en busca de apoyo económico, resolvieron cambiar definitivamente el nombre del equipo por el de Club Atlético Lugano. Los habitantes de Tapiales hicieron caso omiso a esta traición y continuaron acompañando al equipo a pesar de que en sus casi 60 años de historia, nunca había logrado ser campeones.

Llegó la construcción del estadio, los muros  circundantes, un buffet y una platea orgullo del barrio, con capacidad para 300 personas en sus butacas de chapa naranjas y blancas y un palco de prensa, con 4 cabinas de transmisión habilitadas. Las cosas empezaban a pintar bien para el equipo por primera vez en su historia: Aquel invierno de 1987 fue el inicio de mi tercer temporada como hincha incondicional. Esperar a que mi viejo viniera en la visita semanal, rogar que ninguna de mis hermanas tuviera algún plan o necesidad y en caso de estar libres, partir con el y mi hermano rumbo a la cancha que nos deparara el destino, la cancha donde jugara Lugano, el naranja. Había equipos de renombre en aquella primera división “D”, la última del fútbol asociado a AFA en Argentina: Deportivo Riestra, Villa San Carlos y Barracas Central militaban por allí debajo en ese entonces. Puerto Italiano, siempre candidato, cambió varias veces su nombre y Victoriano Arenas, de deplorable campaña, tenía su estadio escondido en Valentin Alsina, perdido detrás de la fábrica, aún productiva, de las heladeras Siam. Eran 20 equipos en la divisional, 38 partidos a lo largo de la segunda mitad del año 1987 y los 6 primeros meses del 1988. Los candidatos, como siempre los mismos: Villa San Carlos, San Martín de Burzaco, Puerto Italiano y nuestro archi rival de toda la vida (pese a que por cercanía de las sedes se quiera instaurar como clásico a Yupanqui) el Club Ferrocarril Midland. La rivalidad era simple y entendible. En la estación apeadero, a metros del estadio de Lugano, se cruzaban ambos ferrocarriles: El Belgrano y el Midland. De allí la rivalidad, ferroviaria en sus inicios, deportiva y acérrima años después.
El torneo empezó complicado, con una visita a Juventud Unida en San Miguel que terminó en empate. El equipo mantenía una base de años anteriores, pero tenía algunas incorporaciones que animaban: Rausín aparecía como un zaguero central rudo e impasable, una adaptación suburbana de Ruggeri. Yanacón ponía su talento al servicio del equipo, Zahzú era un arquero confiable y el talento indescifrable del pipi Correa en ataque (quien sería goleador del torneo y daría un salto único en la historia de la divisional directamente a Independiente) daban esperanza de transitar un año tranquilo en mitad de tabla, sin tener que relojear el descenso.

El primer partido como locales trajo la primer victoria de la temporada. 2 a 0 sobre Lamadrid, el equipo carcelario. Tres triunfos al hilo, incluido el triunfo como visitante frente a Yupanqui, más 5 triunfos y un empate lo llevaron a recibir al temido San Martín de Burzaco desde la primera posición del torneo. En un memorable partido, Lugano triunfa como local por 3 a 2 con una actuación destacada de su espigado y morocho pelilargo arquero Zahzú, quien con su nombre de aborigen de película, se convierte en héroe de la gloria momentánea naranja. Los habitantes de Tapiales caminaban orgullosos por la calle, se saludaban en el barrio, comentaban en La Riviera, compra de mignones mediantes, las virtudes del equipo del barrio. El estado José Moraños se veía colmado en cada partido de local, en sus humildes 600 localidades. “La banda del apeadero” alentaba sin parar. Los triunfos y el invicto se extendían hasta más allá de la fecha 15, cuando en Tapiales derrotaron por 3 a 1 al cuco, al enemigo, al que venía goleando en todas las canchas, al Ferrocarril Midland. La felicidad era completa: “Gonzalez Chavez”, “Fontanella”, “Bruna”, “Carrizo”, “Coronel” eran palabras en código que despertaban la alegría y la pasión en el barrio. Eran los apellidos de los héroes naranjas, los que ponían por primera vez a Tapiales en las revistas y diarios deportivos. Y terminó la primera rueda: “La naranja mecánica” como ya lo apodaban, se llevó completamente invicto, sin derrotas, la primera rueda del torneo de Primera D. El mismo se extendería por 28 partidos, siendo un orgullo nacional, al nivel de grandes campañas históricas. Las figuras del equipo estaban en los extremos: Miguel Zahzú se encargaba de custodiar el cero en el arco propio mientras que el pipi Correa se erguía como goleador del torneo. Pero en la fecha 29, a sólo diez del final,  pasó lo inesperado. Como local, el Club Atlético Lugano cae por goleada frente a J.J. Urquiza por 3 a 0. Los siguientes dos partidos como local volvieron a mostrar la amarga cara de la derrota, solamente consoladas por un heroíco empate como visitante frente al competidor Midland. Afortunadamente la recuperación llegó a tiempo y con un empate como visitante ante Cañuelas, el club logró por primera vez en su historia coronarse campeón. Un invicto de 29 partidos, de los más importantes de la historia del fútbol y nombres que pasarían a la historia hermosa del barrio: Rausín, el defensor impasable, el Pipi Correa, goleador del campeonato, Miguel Zahzú, el arquero imbatible. Todo era ilusión para la gente de Tapiales que por primera vez en su historia afrontaría un torneo de Primera División “C”. Todo hasta que nos enteramos de la noticia: Miguel Zahzú no continuaría en el club. En esa época sin Internet ni variedad de medios, todos especulaban con una venta al exterior: “Se va a un equipo de Chile” comentaban en la carnicería “Palito 11”. “Lo compraron de Brown” osaban decir quienes le veían futuro en el Nacional “B”.

Pero no. 

Miguel Zahzú había firmado por el Ferrocarril Midland. Nuestros archirrivales. ¿Cómo explicarle a un chico de 8 años que su héroe, el encargado de evitar todo mal que pudiera pasarle al club de sus amores, se había ido a jugar al funebrero?

Esa temporada, Miguel Zahzú sería perpetrador de la mayor traición que he presenciado en mis años de futbolero. No hay goles en clásicos, no hay penales atajados, no hay declaraciones estridentes a la prensa, no hay besos en escudos.

Esa temporada el Club Atlético Ferrocarril Midland se consagró campeón invicto del torneo de Primera “D” del fútbol de Argentina y establecería un récord sudamericano aún vigente, 32 años después. Sacarle ese orgullo a la sufrida gente de Tapiales, sacarme esa historia compartida con mi viejo y mi hermano, no tiene precio. 

Uno puede pensar que el mayor invicto lo tiene el Corinthians de Sócrates, el Santos de Pelé, el Boca de Bianchi. No. El mayor invicto profesional de Sudamérica lo tiene nada más ni nada menos que Midland, equipo por aquel entonces se situaba en Primera D, y estuvo 50 partidos invicto entre los años 1988 y 1989, de la mano de Carlos Ribeiro en el banco y Miguel Zahzú en el arco. Una verdadera gloria. Una verdadera traición.


Club Atlético Lugano, campeón 1987/88


Club Atlético Ferrocarril Midland, campeón 1988/89

miércoles, 25 de marzo de 2020

El uruguayo y el negro

Se conocían de antes. Había un determinado afecto que va más allá de la relación cliente con una necesidad versus comerciante con una oferta. Los tipos se llevaban bien incluso cuando se cruzaban accidentalmente por la calle, había saludos, buena onda. El negro no se cortaba el pelo muy seguido. Un poco porque el negro era medio bohemio y otro poco porque descansaba en la apariencia de “pelo corto” que dan los rulos. El pelo no crece ni para arriba ni para abajo, simplemente se retuerce sobre si mismo y eso te da un poco más de margen para el ritual de mensualmente emprolijar la cabellera. Esto que te digo debe haber sido por finales de Junio, principio de Julio, porque se venían los cuartos de final del mundial, y los mundiales, salvo cuando prima el negocio, se juegan entre Junio y Julio. Era invierno, probablemente llovía pero el negro había caído con un par de  birras para brindar. Esto es gracioso por el tema del frio y la birra helada. Podría haber caído con una botella de tinto (como solía pasar), una ginebra o hasta por qué no, un Whisky. Pero el negro me acuerdo que ese día había llevado un par de botellas de cerveza. Había pasado un rato después del trabajo, así que sumado a que era invierno, ya era bien entrada la noche. Primero ni tocamos el tema. Cada uno se cortó el pelo, hablamos de la crisis del país, de los problemas económicos y alguna que otra penuria relacionada con la crianza de la criatura, privilegiado problema que el negro compartía con el uruguayo. El uruguayo era peluquero, por si no lo dije antes. Tenía una peluquería muy particular, donde la muchachada melancólica del barrio encontraba un resquejo de paz, un recinto pequeño donde nos gustaba juntarnos muchas veces en silencio a acompañarnos y otras tantas, milonga, candombe y tangos de por medio, a celebrar esta suerte de andarnos cerca en la vida. Nosotros, los de este lado del Rio de la Plata veníamos con un duelo medio raro. Habíamos perdido contra los franceses pero no estábamos muy mal. La tristeza, la decepción vienen directamente atadas a la esperaza e ilusión. Y desde hace rato que los partidos de la selección nos son indiferentes a los defensores de los viejos valores y la derrota de unos días atrás frente al fríamente europeo combinado francés si bien nos había molestado, no nos sorprendía ni tampoco nos causaba tristezas mayores. Pero ahora era el turno de nuestros hermanos uruguayos. Esos que son rivales cuando hay que enfrentarlos, pero que sino, queremos ver ganar siempre. Y esos si que saben de paradas bravas, de cosas imposibles, de lucharla siempre. Desde el origen de país chiquito, pasando por el maracanazo, los carnavales, las hazañas de Peñarol y la mayor cantidad de copas américas ganadas, Uruguay es un equipo que nos convenció que si hay alguien capaz de hacer lo impensado y que nadie podría hacer, eran ellos. Porque la gracia no era que un equipo le pudiera ganar a Francia. La gracia era que Uruguay pudiera hacerlo y sin su mayor figura. Pero hay códigos futboleros. Uno expresa sus favoritismos con frases medias como “lo veo bien al equipo para el sábado”, “Si aguantan los primeros 20 después cada vez van a tener más chances” “ojo que Stuani viene mojando seguido en España”, pero nunca se aventuraría a tirar un resultado. “El sábado ganan 2 a 0” tiró el negro muy suelto de cuerpo, con una sonrisa plena. Cuentan que en Rusia, Luis Suarez tuvo un espasmo estomacal, sin saber su procedencia. El uruguayo solamente observó a traves de su espejo las palabras del negro y humildemente retrucó “No negro, es muy dificil, ellos tienen un equipazo” pero el negro insistió “Ganan 2 a 0 y cómodo, Francia se va a cagar”. A metros de Luis Suarez, en la lejana Rusia, Nahitan Nandez siente una molestia muscular. El uruguayo vuelve a levantar la vista del espejo y con menos amabilidad responde “los partidos hay que jugarlos, pero claramente vamos de punto”. En el resto de la tarde noche de Palermo, varias veces el negro repite su pronóstico. Brindan varias veces por el triunfo del combinado celeste y antes de salir, el negro levanta la apuesta “Cortes de pelo gratis para nosotros dos si pasa Uruguay”. El partido se jugaba a la mañana siguiente.
Francia derrota claramente a Uruguay por 2 a 0. La peluquería, como bien había sido anunciado se encuentra cerrada debido al duelo mundialista. Esa misma tarde también queda eliminado el conjunto de Brasil, cerrando la participación sudamericana en la competencia que pasa a ser una nueva batalla europea por la división de la gloria, la cual nuevamente queda lejos de las posibilidades de los pobres subdesarrollados. Domingo y Lunes la peluquería permanece cerrada como de costumbre. El martes ya nadie comenta el mundial y poco a poco la rutina y la crisis económica reinante vuelven a ganar protagonismo de las conversaciones entre el ocasional cliente y el uruguayo. El frío se aleja de la ciudad, los brotes primaverales empiezan a aparecer y el mundial es un lejano recuerdo, ni siquiera los rellenos de la programación de los canales deportivos muestran imágenes del equipo Francés, el verdugo de argentinos y uruguayos, que finalmente se consagrara campeón. Una tarde noche de primavera vuelve el negro a la peluquería. El saludo es similar al de dos personas que se vieron la tarde anterior. Esos tres meses de acumulación de rulos no han pasado para ellos. Viene con una botella de tinto para brindar. El uruguayo hasta ha cambiado los muebles de lugar, pero el negro no lo nota. Hay 2 clientes en la espera. El uruguayo conversa con cada uno de ellos e incluso en algunos temas aquellos que esperan su turno participan de la conversación, incluido el negro. Suena radio Malena y se suceden canciones populares del Río de La Plata. Empieza a caer el sol primaveral y la peluquería se vacía. El negro ofrece abrir el vino, que es generosamente compartido y disfrutado por todos los presentes. Pasa un vecino del lugar a saludar, se queda y se toma un vasito del bordó elixir. Llega el turno del negro, el último cliente de la jornada. La conversación inicia tímida, por una recomendación gastronómica “¿Comiste en el buffet de Atlanta?” pregunta el uruguayo. Encuentran lugares en común. Se ríen. El uruguayo se toma un tiempo extra en el corte de pelo, como siempre hace cuando la conversación se torna interesante. En la radio suena una canción de la Fernandez Fierro, la voz de la radio habla de paisajes porteños. El uruguayo se concentra en el corte. El negro se relaja un poco en el sillón luego de una semana de trabajo. ¿Barbosa? Pregunta el uruguayo ofreciéndole al negro una afeitada tradicional. “Dale” responde el negro con una sonrisa. Mientras el uruguayo va a buscar el apoyacabezas, le ofrece el final de la botella de tinto al negro. “Dale” acepta el negro gustoso. Con el cabezal en la mano, el uruguayo espera que finalice el trago. Reclina el sillón, lo acomoda y prolijamente pone sobre el rostro una toalla caliente .Mientras la cara del negro está cubierta, afila la navaja blanca, la misma que usa hace 20 años y para dentro de si, el uruguayo piensa: “Por la memoria de Ghiggia, Varela, Schiaffino y Morán...ya nunca más vas a mufar a la celeste” y asesta un corte preciso, certero justo por sobre la nuez de Adán.



martes, 24 de marzo de 2020

El tiempo se detuvo


Esa mañana fue una de esas donde el despertador se funde en la fantasía del sueño. Mientras corría por las escaleras internas del edificio de su infancia, huyendo de alguna travesura infantil entre risas nerviosas y respiraciones agitadas, Pablo empezó a sentir un ruido en el fondo. En su sueño empezó a correr más rápido, a saltar escalones, a doblar desprolijamente en los descansos. El ruido se acercaba cada vez más, como una sirena de auto bomba trepando por una avenida. Un salto de muchos escalones se vuelve eterno y de repente el quiebre. Un ojo abierto, la cortina de la habitación y el sonido irritante del despertador. Un manotazo torpe lo silencia momentáneamente, brindándole 10 minutos más de sueño. Esta vez no hay vivencias. En un cerrar y abrir de ojos, el despertador vuelve a sonar. Pablo esta vez se incorpora en la cama y apaga el despertador con cara de pocos amigos. No han pasado 10 minutos. Es la hora en la que el despertador está configurado para sonar. Hubiera jurado que se había despertado unos minutos atrás y había presionado la función de “snooze”. Pese a la confusión toma este hecho como una buena señal y decide disfrutar esos minutos ganados quedándose en la cama. Intenta dormitar unos minutos pero le es imposible. Vuelve a mirar el reloj y no había pasado ni un minuto. Todavía eran las 7:30. Pablo se agita. “¡El reloj no funciona y me quedé dormido!” descubre para sí mismo. Agitado se levanta con apuro y corre hasta el baño, a abrir la ducha. Una afeitada rápida y desprolija, pone agua a hervir y mientras prepara la tabla para planchar una camisa, enciende el televisor para ver, fundamentalmente, el pronóstico del clima. Para su sorpresa, el reloj del informativo marcaba la misma hora: 7:30. “Claramente no estoy teniendo un buen día” se dice a si mismo y decide tomarse las cosas con calma. Desayuna como todos los días, termina de planchar su camisa y con la misma serenidad de cada día, se dispone a salir para ir a trabajar. Antes de abrir la puerta de su departamento, mira su teléfono celular. Seguía marcando las 7:30.
Abre la puerta de su departamento, sale al pasillo, cierra con dos vueltas de llave y al dar unos pasos, su celular estalla en notificaciones: 3 llamadas perdidas de su jefe y varios mensajes de sus compañeros consultándole si todo estaba bien. Es entonces que se da cuenta que el reloj de su teléfono celular marcaba las 11:20.

Ese día no comentó lo sucedido a nadie en el trabajo. Simplemente se limitó a recuperar el tiempo perdido y cumplir con los retrasos que su demora había generado. Un poco más tarde de lo habitual, a las 19hs, partió nuevamente rumbo a su hogar. Una hora después estaba ingresando nuevamente a su departamento.

Pablo se sacó el traje, ritual que repetía cada tarde a su regreso. Prolijamente separó la camisa dentro de la bolsa para la tintorería y colgó en el placard, en su funda correspondiente, el pantalón y saco de su ambo. Acomodó los zapatos bajo la cama y se dirigió a la cocina. En su apuro laboral para ponerse al día había omitido el almuerzo por lo qué, con lo que encontró en la heladera, se preparó algo para comer. De parado, sobre la mesada de la cocina, comió unos huevos revueltos con jamón. Pacientemente lavó el plato y los utensilios de cocina y se sentó en el sillón. Para su sorpresa, al observar el reloj del decodificador de la televisión, seguían siendo las 20:03, el mismo horario en el que había arribado a su hogar, hace ya casi una hora.

Pablo recordó lo que había pasado esa misma mañana y decidió hacer un experimento. Se acercó hasta la puerta y miró su teléfono celular: 20:03. Abrió la puerta y nada. El reloj seguía marcando el mismo horario. Pero en cuanto dio un paso y puso ambos pies por fuera de su departamento, el reloj de su celular automáticamente cambió a la hora actual, indicando las 20:46. Casi sin creerlo, Pablo volvió a ingresar a su departamento y esperó sentado durante largos minutos que el reloj de su celular cambiara. Nunca ocurrió. Pese a su mirada insistente, se mantuvo paralizado en las 20.46.

Al encender la televisión, ocurrió lo que Pablo esperaba: La imagen en todos los canales estaba presa de un loop de 60 segundos. Cualquiera fuera el canal que eligiera, irremediablemente a los 60 segundos la escena volvía atrás y comenzaba nuevamente. Los sitios de internet cargaban con total facilidad, pero era imposibles actualizarlos al cabo de 60 segundos. Lo mismo ocurría también con los programas de radio. En ese momento Pablo recordó que jugaba su equipo de fútbol favorito, por lo que cada 1 minuto salía al pasillo de su edificio, para poder ver el partido completo.

Mientras Pablo estaba dentro de su departamento, el tiempo se detenía. Allí dentro Pablo no tenía sueño, no tenía hambre y no tenía nada de qué preocuparse. Pero en cuanto ponía ambos pies por fuera del departamento, el tiempo se actualizaba y avanzaba hasta el momento que correspondía, de acuerdo al tiempo que Pablo se hubiera quedado dentro de su departamento.

La primera noche no durmió. Temiendo volver a quedarse dormido, simplemente se mantuvo realizando tareas durante la noche, saliendo de tanto en tanto al pasillo para acomodar los relojes. Incluso notó que por su ventana seguía siendo de noche, aún ya entrada la mañana, pues aún no había salido. Lo positivo, pensó, es que no tenía sueño, hambre ni cansancio. Una sensación de adrenalina, curiosidad y  sorpresa lo mantenía en pie. Se vistió como cada mañana y salió al pasillo, era hora de ir a trabajar. Cerró la puerta y se dirigió a su lugar de trabajo.

Ese día Pablo estuvo desatento, con sueño y un hambre inusitado. Las tareas lo encontraban disperso, únicamente pensando en qué era lo que estaba ocurriendo, porqué ocurría y si en algún momento las cosas volverían a su curso habitual. Ese día volvió a su casa con una compañera de trabajo que le había solicitado prestados unos apuntes de la facultad. Al ingresar, como Pablo sospechaba, el tiempo se detuvo. Para evitar sospechas, no encendió la televisión mientras buscaba los apuntes. La conversación fluía naturalmente e incluso, en un momento que su visita fue al baño, adelantó el reloj de agujas de la cocina, ese tan horriblemente práctico que le habían regalado en la inmobiliaria cuando compró el departamento. La visita salió consternada del baño. Se le había roto el celular. Internet no funcionaba, el reloj tampoco. “Se colgó” dijo. Pablo inventó una experiencia pasada similar y entre frases hechas sobre lo descartable de la tecnología y comentarios sobre los apuntes de Historia del pensamiento económico, empezó de a poco a invitarla a retirarse. Mientras la saludaba apoyado en el marco de su puerta, su invitada le gritó mientras ingresaba al ascensor “¡Se arregló el celu!”. Pablo sonrió y volvió a ingresar.

Con el paso de los días el ejercicio de salir regularmente se hizo engorroso. Dejó de mirar televisión e incluso ya no navegaba por Internet. Los días de semana mantenían cierta habitualidad basadas en las obligaciones laborales, los compromisos sociales y la rutina. Los fines de semana se volvían engorrosos. Casi no podía dormir, se alimentaba de forma irregular e inadecuada y la constante sensación de estar llegando tarde a ningún lugar empezaban a afectar su ánimo. La lectura se le había vuelto una tarea tediosa y hasta llegó a sospechar que al ser la única viable, estaba perdiendo notoriamente la sensación de placer que le causara en tiempos anteriores.

Un jueves ocurrió un hecho que produjo un quiebre. Volviendo de su trabajo, Pablo se tropezó en la calle y tuvo un fuerte traumatismo en una de sus rodillas. El dolor era insoportable, pero claramente no era una lesión de gravedad. Al ingresar a su casa se puso hielo e incluso tomó un analgésico, pero el dolor no se detenía. Y claramente, nunca iba a hacerlo. Esa noche la pasó en el hall de su edificio, con una bolsa de hielo sobre su rodilla.

A partir de entonces empezó a entender. Al no pasar el tiempo, no era posible que tuviera sueño ni hambre. No iba a poder curarse en caso de tener una enfermedad, pero del mismo modo no podría contraer ninguna que no tuviera previamente. No tenía necesidad de higienizarse (lo cual aprendió de mala manera al salir un miércoles luego de un fin de semana largo, apestando a zorrino) ni tampoco tendría ningún otro impulso que durase más de sesenta segundos.

Al poco tiempo ocurrió lo inevitable: Una cadena de errores y olvidos lo llevaron a quedarse sin trabajo. Inmediatamente pensó en buscar otro, pero una idea lo frenó en su impulso: De quedarse en su casa, no necesitaría nunca más el dinero, ni para alimentos, ni para impuestos, ni para nada más. Eso lo llevó a quedarse dentro por más tiempo del debido. Entonces empezó a trabajar distintas hipótesis: ¿Cuántos días llevaba dentro? ¿Hace cuanto tiempo no se alimentaba? ¿Había bebido agua? ¿Sería prudente salir o podría morir de inanición? ¿Quedaría deshidratado instantáneamente al atravesar la puerta? ¿Habría tenido un ACV, un incidente cardíaco durante ese tiempo que el desconocía? Esa indecisión lo llevó a dudar, sin saber por cuanto tiempo. Mientras estuviera dentro de su casa, sus padres estarían siempre vivos. Sus hermanos, sus seres queridos. Cada cual tenía sus familias, todos eran felices dentro de lo posible y así seguirían. Sin él, es cierto, pero con el tiempo se acostumbrarían. Ya no podía comunicarse con ninguno de ellos por teléfono ni por Internet. No podía salir para enviar una carta. Tampoco arrojarles un juego de llaves para recibir su visita. Solamente quedaba la opción de esperar que alguno se acercara a su puerta, lo cual nunca ocurrió.

lunes, 23 de marzo de 2020

La historia perfecta

Notó que estaba dormido, boca abajo. Había soñado la historia perfecta. Tenía  título, narratoria, un final brillante.Sintió al espectro abalanzarse sobre su cuerpo. “No te atrevas a contar sobre nosotros” le dijo. Cerró fuerte los ojos. Se armó de valentía y tomó la libreta que dejaba en su mesa de luz. Escribió. Giró su cuerpo y un grito de terror atravesó la noche. Una hoja en blanco con el título “Las ánimas” fue hallada junto a su cadáver, la mañana siguiente. En su celular, una consigna de redes sociales venció al bloqueo de pantalla, sin que nadie tocara nada.