Las
tardes de lluvia en el barrio de Tapiales tenían un atractivo particular. La
ñata contra el vidrio del balcón lo suficientemente cerca como para empañarlo,
el ruido de la vieja cocinando algo en la cocina y lobito olfateando cerca en
una mezcla de compañía o quizás tratando de comprender que era lo que tenía de
interesante quedarse mirando como las gotas de lluvia caían sobre los árboles
del parque. Lobito era así: Tenía códigos de amistad, entendía sus obligaciones
en cuanto a lo que acompañamiento refiere pero lo suyo no era sentimiento ni
inocencia, era simplemente cumplimiento del deber, interés y, en algunos casos,
piedad o simplemente aburrimiento.
Lo
cierto es que llovía ayer. Mucho. Lejos de esas situaciones carentes de
obligaciones de las tardes de Tapiales, me encontró en pleno cumplimiento de
mis tareas adultas. Logré evitar la lluvia durante la espera de mi transporte
colectivo subsidiado, pero no así una preocupación que crecía y crecía en mi
persona como esos dinosaurios de goma espuma que venden en la calle a los
cuales, supuestamente mediante la inmersión de los mismos en agua, su tamaño
crece considerablemente hasta convertirse en verdaderas réplicas vitales de
Godzilla, cosa que digamos, nunca ocurre pese a mis deseos utópicos infantiles
que me llevan a comprar uno cada vez que los veo.
Me
he ido por las ramas, vuelvo sobre la preocupación: Mientras viajaba en el 108,
cayó un poco de agua congelada que desciende con violencia de las nubes, en
granos más o menos duros y gruesos, pero no en copos como la nieve y me di
cuenta, de una manera newtoniana, de una verdad del universo:
A lo largo de toda la filmación del Mago de Oz, usaron un solo
perro. Un solo Toto.
Ni
bien llegué a casa, busqué el DVD y miré escena por escena tratando de
descubrir un engaño, una triquiñuela dónde, como bien dice la abuela, "me
metieran el perro". Nunca ocurrió. Toto se bancó todas las escenas el
solito, sin dobles de riesgo. Incluso la escena de la tormenta marítima. Ladró,
es cierto. En algunos casos se metió debajo de la cama y tuvieron que volver a
filmar la escena. Habrá tenido algún que otro exabrupto escatológico, sería
normal, dada su condición de cánido. Pero toda la película la hicieron con el
mismo perro. Ese análisis me llevo casi 13hs, por lo que siendo las 8AM del día
de hoy y sin dormir, pude retomar mis tareas de adulto, por suerte ya sin
lluvias, aunque extrañando la compañía del hocico de lobito empujándome la mano
en aquel living de Tapiales.
En
un Universo plagado de artilugios, direccionado por mentiras, guiado por
titireteros, digitado por entes abstractos, todo lo que nos queda es la opción
de lo que queremos creer. Elegir pensar que Lobito se quedaba porque adoraba
las tardes grises de lluvia. Y eso es lo que nos va a definir. Ser lo que
creemos no es lo mismo que lo que creemos ser.
Quien
elija creer en la artimaña de un perro taimado que buscaba un paseo o una
galletita, tendrá a ese perro astuto, ladino y engañador como compañero.
Mientras
termino de armar la publicación, me preparo para un paseo. Campera y libro en
mano me dirigiré hacia la esquina de Lavalle y Maipú. Me han dicho que allí hay
una señora que vende dinosaurios de goma espuma que crecen de verdad.
Y,
como dijera alguna vez Alejandro Dolina, que aprendan a soñar los que se
contentan con ganar la lotería.