Permintanmé
una pequeña trampa. Bah, en realidad dos: La primera es acentuar las
palabras como mejor se me cante para que el lector pueda leerlo
(valga la redundancia) con la misma entonación que yo se lo
relataría verbalmente. La segunda es la de omitir todos los nombres
propios a excepción de Maradona, como observarán en el título.
Imaginemos
juntos. El escenario es conocido, es el planeta que habitamos. No
espere muchas cosas mágicas (aunque algunas parezcan serlo).
Simplemente haga un breve repaso por las realidades socioeconómicas
del capitalismo. Países poderosos (llamados "primer mundo")
potencias económicas que dominan lo que pasa y lo que no y un puñado
(demasiado grande) de países que (sobre)viven de acuerdo a
voluntades ajenas. Ya tenemos el marco principal.
Ahora
nos vamos a centrar en la historia de uno de esos países pobres que
pugnan por atravesar el día, en un escenario de constantes luchas
sociales de pobres versus pobres donde una injusta división de las
riquezas premia a un mínimo porcentaje de habitantes que, serviles a
los poderes extranjeros de los países primermundistas, obedecen y
explotan a la población en pos de beneficios ajenos. Ya definimos un
subgrupo en la historia. Usted ya se empieza a sentir identificado.
Este
cuarto párrafo es para dilucidar el punto de conflicto de nuestra
historia: Imaginemos que todos estos países tengan una actividad en
común, no sé... pongámosle un nombre de fantasía, se me ocurre
algo así como "piepelota". Pensémoslo como una actividad
física que incluye patear una pelota, que se practica en grupo y que
realmente despierta pasión en la mayoría de las poblaciones.
Siempre va a haber unos cuantos que miren con recelo y elijan
quedarse afuera, pero son los menos. Imaginemos que en todos los
países, la mayoría de sus habitantes practica este juego (o
deporte, como prefiera) que se llama "piepelota".
Comienzan
entonces las organizaciones. En todos los países alrededor del mundo
la gente se empieza a juntar, encuentra otras personas que comparten
su afición y se les ocurre medirse unos contra otros para ver qué
conjunto de personas desarrolla de forma más efectiva esa actividad.
Crean entonces reglas, herramientas de medición de performance y con
el tiempo, éstas se vuelven globales. Esas reglas serían como los
derechos humanos, para que el lector lo entienda. Sin importar
nacionalidad, edad, género, raza, lo que fuere, las reglas son
iguales para todos los habitantes del mundo.
Las
competencias comienzan a crecer: Locales, regionales, nacionales,
continentales, mundiales. En poco tiempo se crean federaciones y los
habitantes de cada país deciden unirse tras su bandera y competir
contra los mejores de los demás países. Ya dejan de tener nombres
propios como su barrio, su ciudad o el nombre del club donde se
juntan a practicarlo. Pasan a llevar los nombres de sus países.
Prontamente
alguien entiende que todo esto podría generar un negocio monstruoso:
Incluye publicidades, arreglos de televisación, franquicias,
merchandising. Se genera un aparato gigantesco que moviliza millones
a lo largo del mundo. La distribución sigue siendo la misma: Los
países poderosos se reparten el 90% de la torta, dejando para los
demás las migajas.
En
los países poderosos, todo funciona a la perfección: Todos los
equipos de su territorio son auto sustentables, los estadios cuentan
con las medidas de seguridad correspondientes, los acuerdos de
televisación son sustanciosos y los ingresos generados por las
figuras de su combinado nacional se destinan exclusivamente en
gestiones orientadas a potenciar el rendimiento de dicha selección.
En
los países tercermundistas, todo se hace a pulmón. Los equipos de
sus territorios dependen casi exclusivamente de las dádivas del
ámbito empresarial: No son auto sustentables, padecen el flagelo de
las combustiones sociales causadas por la opresión y sobreviven
ofreciendo de tanto en tanto a modo de sacrificio a los dioses, un
jóven talento a los equipos de los países poderosos. Los ingresos
generados por estos, cuando se juntan para representar a su país de
origen, mínimamente alcanza para emparchar huecos, subsidiar equipos
mal administrados y compensar falencias sociales.
La
lucha se hace despareja, injusta. Los poderosos tienen mejores
instalaciones, tienen los mejores seleccionadores, entrenadores y
directores técnicos, cuyos salarios superan el presupuesto de una
década de todo un país tercermundista. Ellos se arreglan con lo que
tienen dentro de su ámbito, con tecnología descartada del primer
mundo y con copias desactualizadas de sistemas utilizados hace años
atrás por las potencias mundiales.
Los
habitantes de los países pobres, se acostumbran a esa realidad:
Aplauden el esfuerzo, valoran una representación digna de sus
muchachos y no dudan en elogiar los mecanismos y resultados de los
poderosos. Idolatran especialmente a sus compatriotas que logran
emigrar hacia las potencias y día a día compiten de igual a igual
con ellos. De hecho, gracias a varios de ellos algunos clubes locales
lograron terminar el estadio o construir una pileta de natación.
Pero
un día se nos aparece un morochito rebelde, con rulos y una actitud
altanera que cambia la escena. Hagamos el ejercicio conjunto de
bautizarlo: Década del 60, país pobre sudamericano, afueras de la
capital, vamos con la costumbre local de nombrarlo en honor al padre:
Se llamará Diego. Hay que ponerle un segundo nombre, puede ser el
primero que nos venga a la mente: Ya sé, como lo estamos "armando",
ese va a ser el segundo nombre. Armando. Y como apellido, vamos a
ponerle uno bien de fantasía, digno de un superhéroe: Maradona.
Maradona
de a poco empieza con esta cosa de combatir al poderoso. Los primeros
logros son vistos desde cerca por los habitantes de su país ya que
con su equipo humilde, el de sus inicios, pone en jaque a los
poderosos locales. Pasa el tiempo y la historia se repite, un poco
más lejana. Y cada vez que representaba a su conjunto nacional, se
empezaban a ver algunas cosas extrañas: Empezaban a parecer. De
repente no les parecía tan lejana la idea de ganarles, aunque
ocasionalmente, a uno de los poderosos. De pronto se dieron cuenta
que era posible y no sólo eso, sino que lo ven ocurrir. Y no lo
vieron solamente sus compatriotas, sino que quedó a la vista de todo
el mundo. Señoras y señores, ese combinado nacional de un país
tercermundista pobre y embebido en conflictos sociales, injusta
distribución de sus riquezas y esclavizado por las potencias
mundiales, le ha ganado a todas ellas (o quizás, para darle más
dramatismo a la historia, a la principal) y se ha consagrado como el
mejor combinado del mundo. El morochito enrulado sonríe sobre los
hombros de algún compañero, con la copa en la mano.
Fueron
años de gloria. Los olvidados de la historia, los que inventaron la
birome por no tener los medios para la lujosa escritura de pluma y
tinta, los que inventaron el colectivo por no poder tener otra forma
de transporte que no fuera masiva, eran los mejores en algo. Y
sobretodo, los mejores en algo donde participaban todas las personas
del planeta, con sus poderes y sus influencias. No había disparidad
económica, social o de poder que pudiera contra ellos.
Unos
años después empezamos a reforzar esa idea. En la siguiente
oportunidad de medirnos, nuevamente logramos superar a todas las
potencias y otra vez nos enfrentamos nosotros, los mejores del mundo
contra ellos, los más poderosos. Y si bien el sopapo de realidad fue
doloroso, nos grabó la idea: Nos tuvieron que robar ante los ojos de
un mundo que hizo la vista gorda, para poder superarnos. Uno de los
nuestros, de un país oprimido, nos clavó el puñal por la espalda.
Ejemplos en la historia no faltan. No era suficiente con sus
presiones económicas, no era suficiente con nuestras penurias
sociales. Nosotros éramos los mejores y la única forma de
superarnos era robándonos plena y llanamente.
Pero
estos muchachos no se quedarían de brazos cruzados. En la tercera
edición tendríamos nuestra venganza y volvimos para reclamar lo que
nos pertenecía, ya convencidos, por derecho divino. Éramos los
mejores y nos correspondía el primer lugar. La competencia arrancó
y quedó demostrado de qué estábamos hablando. La revolución
proletaria encabezada por ese tal Maradona, el morocho de rulos,
estaba dispuesta a poner de rodillas al poderío económico reinante
y esta vez no bastaría con un penal para deternerlo. Y vaya que si
lo sabían, porque directamente para frenarlo le cortaron las
piernas.
Y
ahí quedamos desamparados todos sus compatriotas. Desde ese día no
nos damos por vencidos y estamos convencidos de ser los mejores del
mundo, porque Maradona nos hizo creer. Desde el día que lo vimos
enfundado con la camiseta que nos representa a todos, de a poco nos
fuimos olvidando el papel que nos dieron en la obra de teatro del
capitalismo y pensamos, ilusos, naifs, inocentes, que la alegría
también nos podía tocar a nosotros, que podíamos soñar con
primeros puestos y que la vida era horizontal, con igualdad de
oportunidades para todos. Nos hizo creer que éramos todos iguales,
que ahí dentro no había diferencias y que nuestros pecados de
latinos subdesarrollados no iban a perseguirnos y castigarnos dentro
del verde campo de juego.
De
no ser porque todo esto no es otra cosa que la pura realidad, esta
historia no sería más que un guión rechazado por Hollywood en el
que un ser de otro planeta baja en un barrillete cósmico y libera a
una población de la opresión tirana.
Hoy
poco a poco las nuevas generaciones van volviendo a la normalidad del
escenario capitalista. Se aceptan las limitaciones impuestas desde
afuera, empieza nuevamente a proliferar la idolatría sobre aquellos
"que triunfan allá" sin morder la mano que les da de comer
y nos contentamos con una derrota digna ante los poderosos. Las
habitaciones de los niños y sus redes sociales se ven inundadas de
pósters e imágenes de las grandes figuras de las grandes ligas.
Todos conocen las formaciones de los equipos más poderosos y no
dudan de mostrarse hinchas fanáticos de tal o cual conjunto europeo,
a punto de no perderse ningún partido por la televisión por cable.
La organización nacional del piepelota es caòtica, a punto tal de
no encontrar siquiera un seleccionador que se digne a dirigir el
combinado nacional. Ya la gente no quiere creer, sino que quiere
aceptar. "Tenemos limitaciones", "Es lo que tenemos",
"Bastante hacen, con el quilombo que es la administración",
“es el reflejo de la sociedad”, "salimos 3 veces
subcampeones" es lo que dicen y no puedo evitar putear con
muchísimo dolor. El dolor de haber sido y ya no ser. Y putear y
maldecir a ese morocho rebelde de rulos nacido en los suburbios de
algún país pobre y subdesarrollado que nos hizo creer.