Quienes han viajado por el mundo, conocen la gran variedad de paisajes y bellezas que esconde cada rincón de la tierra. Pero quienes realmente han hecho del turismo su modo de vida, saben que no hay paisaje mas bello, radiante, esplendoroso, que el amanecer en Gurdenheim, un pueblo del Noroeste Austriaco.
Es en ese momento cuando los matices de la noche se funden con la luz impactando en el verde de los campos, creando una sensación de frescura inundante. Es cuando las ventanas de las modestas cabañas permiten que un halo amarillo las atraviese e ilumine los interiores de madera. Pero no es fácil observar un amanecer en Gurdenheim. En las afueras de la ciudad, una torre carga altiva con un reloj. Pero no un reloj cualquiera. Sus agujas imponentes en un principio parecen para quien ose observarlas, las astas de un molino. Un molino imponente, antiguo, de esos que nos son narrados en las andanzas del Quijote. El problema sin embargo, no radicaba en el aspecto de las agujas. No importa que parezcan astas de un molino. El verdadero problema es que lo son. El reloj indica la hora según los caprichos del viento.
Poco importaría este detalle humorístico, pintoresco, de ser tan solo una atracción turística. Pero no lo es. El encanto del reloj llegaba a niveles superiores a una simple anécdota o a la tentación de la foto para el álbum de recuerdos. El sol y la luna turnaban bruscamente sus posiciones en el cielo en los días ventosos. Los relojes digitales enloquecían, titilaban y luchaban por estar siempre indicando la hora correcta. Las estrellas desaparecían del firmamento de la misma forma en que los escenarios de los festejos patrióticos se armaban y desarmaban. El pueblo de Gurdenheim se guiaba, vivía, por un reloj de aire.
Allí desperté una mañana. Al abrir mis ojos y al mismo tiempo en que comenzaba a notar que era una suave mañana de Septiembre, una ráfaga de viento me llevó a la noche anterior. Un terrible sueño se apodero de mi, mas me sentí terriblemente feliz al recordar que esa noche, de no haber variaciones climáticas, tendría un apacible sueño en el que tendría un comentado affaire con Pamela Anderson.
Volví a despertar sobresaltado. No era para menos, eran las siete de la tarde y había perdido mi media pensión. Rápidamente me levante de mis aposentos y me dirigí al toilette, a darme una ducha. Pero prontamente la llama del calefón comenzó a sobresaltarse. Temí lo peor y lo peor, como era de esperar, pasó. Prontamente descubrí que ya no salía agua de la ducha ni había jabón cubriendo mi cuerpo. El problema es que me encontraba completamente desnudo en medio del cocktail de la comunidad homosexual que estaba pactado para las once de la noche.
Superado el altercado, me propuse disfrutar de todo tan rápido como me fuera posible. En un instante pasé a ser el centro de atención del lugar. Ninguno de los habitantes de Gurdenheim habían visto nunca a alguien comer un sandwich de hígado de pato mientras se sacaba una foto con dos lugareños, lanzaba unarama al perro del lugar, tomaba sol, charlaba con una bella turista, higienizaba sus pies y practicaba tiro al blanco mientras al mismo tiempo lavaba sus calzoncillos en la pileta publica.
El trajín del día me dejo totalmente extenuado. Cerca de las diez y media de la noche decidí acostarme en la mullida cama de mi cuarto. Tomé el caramelo de cortesía y para cuando termine de desenvolverlo, ya eran las nueve y cuarto de la mañana. La excursión nos llevaba a recorrer residencias secretas de los grupos nazis. Me subieron de los pelos al micro cuando me enteré que en tres días iban a ser derribadas y se acercaba un frente de tormenta.
Durante el día siguiente al anterior del que desperté antes de hacer el check-in, me di cuenta de que no sabia ni en que día estaba. Tenia razón mi madre cuando me decía que me comprara un reloj con calendario y no uno con mini chiclets y lanza misiles de plástico.
Los caprichos del viento me llevaron quien sabe como a un avión. Todavía no pude establecer si vuelvo de Gurdenheim o si me dirijo allí. Igualmente, este misterioso viaje me ha dejado muchas enseñanzas. También me ha dejado un terrible dolor en la baja espalda, muchos billetes y una carta firmada por un tal John Querrey.
Los habitantes podían envejecer o volverse aun mas jóvenes según las condiciones climáticas. Estos, eran justamente conocidos en los alrededores por su impuntualidad. Preferían las comidas no perecederas, puesto que nadie podía asegurar cuantas oportunidades de consumir la leche tendrían antes de que ésta se ponga agria. O si en medio del vaso, quedarían aplastados por chupar una vaca. Mismo los turistas, quienes no saben si podrán recorrer los atractivos de la ciudad en su visita o si por el contrario, deberían abandonar su habitación por descubrir que su reserva comienza mañana. Las mujeres embarazadas deben huir prontamente del lugar. Del mismo modo, esta prohibido el ingreso a la ciudad a cualquier niño menor de diez años.
La libertad, la incógnita, el sueño de inmortalidad, es lo que empuja a muchos a radicarse aquí. A otros, es todo esto lo que los lleva a huir lejos, para nunca mas volver.