-Hola, ¿como estás? ¿Me das una Crush naranja por favor?
-Naranja tengo Fanta nada más – respondió el hombre del puestito, sin siquiera escudriñar al solicitante
Esas fueron las primeras palabras que Delfina le escuchó decir. Parada en el andén de Lima, esperando la llegada del Subte se sorprendió por esa voz jóven y enérgica que realizaba un pedido tan exacto como infantil. Una vez que volteó a observar el cuadro, ya nada volvió a ser igual. Mientras el respondía demasiado cortésmente “Gracias” Delfina lo analizó integramente. No había nada destacable que la impresionara. No debía llegar al metro ochenta, llevaba unos jeans rectos prelavados y zapatillas de lona negra. Nunca le habían gustado los hombres que llevaban puestas ambas tiras de la mochila ni tampoco comulgaba a favor de los que tenían barba de un par de días. Simplemente algo le pasó y para una persona como Delfina, eso era mucho. Como primera apreciación, le dio mucho valor a ese sentimiento carente de razón. Algo especial había. El sonido de la formación ingresando en la estación y el movimiento acorde de la gente apresurándose a conseguir un lugar en los vagones la sacó de la contemplación pasiva y absorta en que estaba.
Delfina lo siguió con la mirada mientras trataba de hacerse lugar junto a la puerta, para ver en qué vagón subía. Resultó ser el de al lado. Una vez que pudo acomodarse, se escuchó el sonido de seguridad y las puertas se cerraron. Trató de acomodarse de manera tal que le permitiera verlo, a través de la gente que atestaba la formación. En ese momento pensó para dentro suyo “¿Justo éste tenía que ser petiso?”. Finalmente lo divisó. Se había puesto la mochila por delante, se había calzado auriculares y a la distancia se lo veía tararear la canción que estaba escuchando. “O quizás está loco” pensó Delfina y se sorprendió sonriendo como una adolescente enamorada. A pesar de la distancia pudo notar que algo de la mirada también le gustaba. El conjunto que formaba con la nariz, la forma que suavemente movía la cabeza al ritmo de la música y la armonía con la que los labios pronunciaban mudamente las palabras de la canción.
Al llegar a la siguiente estación aprovechó el movimiento de la gente que subía y bajaba para acomodarse mejor. Logró una posición en la que seguía viéndolo desde el mismo ángulo, pero no era necesario tener que oler tan de cerca el pelo de esa vieja de tapado de piel. Lo vio sonreír y se dio cuenta de dos cosas: La primera es que seguramente estaría escuchando la radio. La segunda, fue que era mucho más lindo todavía. Lo vio soltar una sonrisa pequeña, reprimida, avergonzada. Seguramente habría sido bastante gracioso lo que escuchó porque no pudo evitar una segunda oleada de risas, esta vez un poco más liberadas. Ella también sonrió a la distancia. Con el siguiente recambio vio unos huecos en mismo vagón que viajaba el. Se apresuró a dirigirse hacia allá, casi llevándose por delante a un niño híper abrigado y a una vendedora ambulante de pañuelos descartables.
Sin poder acercarse mucho, pero compartiendo el vagón, Delfina lo siguió observando con un nuevo objetivo, lograr el contacto visual. Lo miró fijo durante unos instantes mientras pensaba en que le diría en caso que su mirada fuera correspondida. En primer lugar no sabía si correspondía que ella literalmente hablara o si solamente tenía que indicar, mirada especial mediante, su voluntad de iniciar una conversación. Pensó que eso dejaría mucho librado al azar y que sería mejor tener un plan de acción “por si acaso”. Pensó en preguntarle “¿Qué escuchás?” pero le pareció muy trillado. Siempre había criticado el proceder de la mayoría de los hombres que se le acercaban con el caballito de batalla de “¿Siempre venís acá?”. Pensó que sería gracioso preguntarle “¿Venís siempre a este subte?” y sin dejar de mirarlo, sonrió. El, como si estuviera al tanto de todos sus razonamientos, en ese preciso instante la vio. Y le devolvió la sonrisa.
Delfina, en un acto impulsivo a causa de su pudor eterno, al encontrarse con esa sonrisa franca, desvió rápida y toscamente la mirada. Sintió como sus mejillas se iban llenando de calor y color. Volvió a mirarlo y el ya había vuelto a su música y su tarareo. Nuevamente se acercó y quedó a sólo dos personas de distancia. Pensó en escribirle a sus amigas para contarles, incluso tuvo la idea de mandarles una foto. Lo volvió a mirar. La silueta que se recortaba sobre las paredes blancas del vagón la llevaron a un domingo almorzando en lo de sus viejos. Mamá estaría encantada, diría que es súper simpático. Papá lo miraría con desconfianza durante un tiempo pero después de unos cuantos encuentros estarían pegados a la tele mirando a Independiente. A María seguramente le iba a caer mal, porque a María le cae mal todo el mundo. Lo volvió a mirar fijamente y el otra vez la miró. Esta vez no desvió la mirada. Lo miró fijo y esbozó una sonrisa seductora. El la devolvió. Sintió, pese a que no hubieron palabras, que estaban dadas las condiciones para que, bajada de personas que los interferían mediante, se iniciara una conversación. Volvió a mirar para adelante, a la estación que comenzaba a aparecer. Junto a la puerta más cercana a él, una mujer llora. La formación frena en la estación y la mujer realiza un esfuerzo para dejar de sollozar. Delicadamente se limpia el llanto de sus ojos y sube al vagón, para pararse junto a el. No había otra opción y Delfina no hubiera esperado otra cosa: El le pregunta a la chica qué le está pasando. La chica responde a secas “nada”. Esa esperanza dura segundos apenas para Delfina. Porque él vuelve a preguntar. Y esta vez la chica da suelta a su historia. Él le dice un chiste que Delfina no llega a escuchar pero infiere porque ella responde con una sonrisa entre tantos sollozos. La charla se vuelve más animada. Tanto que en la siguiente estación ambos bajan del Subte, con ánimos de seguirla.
Era más linda la q lloraba. Tan cierto como cruel.
ResponderEliminar