jueves, 2 de junio de 2016

La libreta celeste

“Faber est suae quisque fortunae”

Abrir el placard. Esa era la tarea fundamental número uno. Lo reconocía de esa manera dado que habitualmente resonaba en mi cabeza el famoso enigma de “¿Qué es fundamental para encender una vela?”

Haber resuelto ese acertijo de mi profesor de física en mis inicios del colegio secundario me ayudaba a llevar siempre presente conmigo, con una dosis importante de orgullo, una cierta manera de ordenar los eventos. Abrir el placard era sin dudas, lo que daba inicio al juego. Entonces la emoción no comenzaba con los equipos saliendo a la cancha, ni mucho menos con el puntapié inicial que Leites, el morochón puntero derecho del Atlético Lugano, daría para atrás buscando al negro Fernandez, tras el pitido del árbitro y el pase corto de Oettel. No, el juego, la emoción, la sensación de imaginar que goles, partidos, situaciones iban a desarrollarse, empezaba desde el momento en que, pensando en que fecha y/o partido había dejado la última vez, me dirigía a mi habitación y abría el placard, para sacar los elementos necesarios para el juego.

Atención purretes y jóvenes que no se desprenden de la infancia y adolescencia: Los elementos no incluían ni joysticks, ni consolas, ni DVD’s ni nada con alimentación eléctrica. Simplemente se remitían a una pila de viejas revistas “Corsa”, una carpeta de tapa dura atada con un cordón (En realidad eran dos tapas duras unidas con un cordón, no sé si califica como carpeta) que guardaba pilas y pilas de hojas cuadriculadas con fixtures y tablas de posiciones y el viejo cubilete de cuero marrón, revestido de felpa verde con 8 dados. Si, eran 8 dados y cada uno tenía su función fundamental dentro del desarrollo del juego.

¿Cuál era la función de una revista sacrílega para los amantes del fútbol? La pila de revistas corsa oficiaba de campo de juego por su tamaño descomunal y, a la vez, de silenciador. La misma era depositada con precisión quirúrgica sobre la cama, en alguna posición que neutralizara los desniveles naturales del colchón, sábana y/o frazada. Había que lograr la mayor rectitud posible. Sobre la pila se realizaban los lanzamientos de dados. Pero no era sólo eso. Esa pila de revistas, que curiosamente era de autos, se transformaba en cualquier cancha de la argentina. Podía ser un Monumental a pleno en un domingo de sol, como también podía ser la cancha de Leandro Nicéforo Alem (desde el día que descubrí que la “N” en L.N. Alem es por Nicéforo, nunca pude dejar de nombrarlo de esa manera) castigada por la lluvia de un sábado de ascenso. La gente presionaba desde las tribunas, había canchas donde para el visitante era imposible ganar y otras donde la policía no podía evitar los disturbios que causaban la suspensión de los partidos.

El horario dictaminaba la pasión de los encuentros. La hora de la siesta era algo similar a los actuales partidos de los lunes: Partidos tranquilos, sin grandes emociones, de mitad de campeonato, sin mucho lugar a las hazañas ni a los goles locales de último momento. La presencia de mi vieja durmiendo la siesta en la habitación adjunta no daba lugar a relatos partidarios, a cánticos subidos de tonos con amenazas de vejaciones sexuales proferidas desde la parcialidad local hacia la visitante ni a protestas exacerbadas del cuevero visitante ante una expulsión exagerada por parte de un árbitro localista. Esos partidos transcurrían con la amabilidad de un amistoso entre budistas y boy scouts. Pero muy distintos eran los partidos de los fines de semana, o aquellos que transcurrían después de las 17:30, la hora en la que la puerta de la habitación de la vieja se abría y daba rienda suelta a esa pasión argentina por el deporte más lindo del mundo tan celebrada a lo largo y ancho del planeta.

En esos momentos la cosa se ponía linda. Un tiro en el palo generaba un “GOOOUUUUHHH” que hacía que el lobito se acercara hasta la puerta de la pieza a ver que carajos pasaba. Un córner a favor del local desataba el aliento de la parcialidad local que al grito de “ANTES TE ALENTABA SIN SABER POR QUÉ…” se metía como un duodécimo jugador a buscar el cabezazo. Y los goles generaban una explosión que implicaba la garganta desgreñanada del relator corriendo desaforadamente por el pasillo, esquivando la estufa y la puerta corrediza del comedor para finalizar su festejo abrazando la cortina del living, como si ésta fuera quien tiró la asistencia tan precisa que dio lugar al tanto, ante la mirada vigilante y estruendosa del lobito, quien con sus ladridos emulaba al árbitro botón que con la amarilla en mano esperaba sancionar al goleador por el festejo desmedido. Ahora pienso, a la distancia, que hubiera sido digno de grabación (si hubiese sido en esa época tan sencillo como lo es hoy) grabar alguno de esos festejos tan simples y a la vez pasionales, hoy en día donde hay tanto bailecito, tanta preparación orquestada en la megadifusión global.

Y los torneos se sucedían, los equipos ascendían, descendían, peleaban octogonales, miraban de reojo el descenso pero lo que nunca desaparecía era la pasión. El negocio, hasta donde llegó la historia de aquellos torneos, nunca logró inmiscuirse. De esa manera un Flandría – Colegiales se convertía en nota de tapa del diario que acompañaba los torneos, aunque los dos flotaran en la mitad de tabla de la C. Y eso es el principio hacia donde apunta la exageradamente larga introducción.

Y a lo que quiero llegar es al descubrimiento que tuve en todos esos años de juego: Los dados tenían vida propia. Y manejaban la famosa libreta celeste, donde premiaban al atrevido, al pícaro, al que soñaba con lo imposible por igual que a aquel que jugaba realmente bien, que tenía el mejor equipo y que mejor había sabido explotar su virtud y desnudar las falencias rivales a lo largo de los 90 minutos.

Entonces, en esa semana que Midland, ese equipo que había salido del fondo de la tabla con buen juego y respeto por el toque corto necesitaba ganarle por 3 goles de visitante a San Martín, que venía peleando arriba, para poder entrar al octogonal, los dados se hablaban entre ellos en charlas fugaces dentro del cubilete y salían a la luz mostrando, con el mayor decoro y disimulo posible, todos la misma cara. Yo garantizo que donde muchos de Ustedes ven un dado blanco marcando un 5, yo sabía que en realidad era un dado que tenía que ser un 3, mostrándose como 5 y poniendo la mayor cara de boludo posible, mirando para la puerta de la pieza y silbando bajito. Gracias a esas actitudes, pero siempre dentro de un reglamento que no permitía grises ni interpretaciones subjetivas, Midland cumplía la hazaña y ganaba 3 a 0 o quizás 4 a 1. El relator contaba la hazaña del equipo de Libertad al borde de las lágrimas, recordando que a Schonfeld, el rubio delantero del funebrero, lo habían rajado del laburo en la semana. La hinchada de Midland, esos pocos locos lindos que habían viajado hasta Burzaco, se rehusaba a irse del estadio. Sabían que en la primera ronda del octogonal jugaban contra Berazategui, que venía de ser subcampeón y tenía ventaja deportiva, pero no importaba. Eran felices al menos hasta el próximo sábado. Y los dados inertes se quedaban ahí mirando, totalmente separados, dispares, como quien disfruta aún agotados, de un trabajo bien hecho.

Es que alguien tenía que tomar, alguna vez, la responsabilidad de equilibrar el universo, reconociendo a los olvidados por la historia, a los que eran héroes en la derrota, a los que en las fotos de grupo siempre salían tapados por alguien. Y esos eran los dados. No había forma de explicar desde la lógica o la estadística el comportamiento de dichos cubos plásticos, esos poliedros de seis caras capaces de aunar sus esfuerzos para lograr combinaciones impensadas, improbables pero factibles, que premiaban de manera equitativa y justa a cada equipo de cada torneo, en base a las anotaciones sobre cada uno que los dados realizaban en su libreta. Y si bien dicen que cada uno es artífice de su propio destino, Apio Claudio “el ciego” debería repensar su decir para darle un pequeño lugar, un crédito al ejército de justicieros blancos, quienes decidían el destino de los torneos casi a gusto y piacere.

Porque ¿Qué es fundamental para encender una vela? Que la misma se encuentre apagada. Del mismo modo que es fundamental creer que hay algo más, que no todo se rige por lógicas, estadísticas y probabilidades, que existe la voluntad de los objetos y, principalmente, que la misma utilizará todo su empeño en la búsqueda de la justicia.

Después de todo, era eso lo que mantenía vivo al torneo, temporada tras temporada, hoja tras hoja, año tras año. Porque había partidos aburridos, muchos. Deportivo Armenio volvió a Primera una vez y empató 7 partidos consecutivos 0 a 0. Y muchas veces los partidos de las últimas fechas no se jugaban por nada. Pero siempre los dados supieron leer. O mejor dicho, supieron ver. Vieron y anotaron en su libretita celeste. Y nunca dejaron abandonado al equipo luchador, al equipo talentoso, al equipo soñador. Por sobre cualquier reglamento rígido, que nunca quebrantaron, hicieron a su voluntad.

Y cuando todo terminaba, las primeras en volver al placard eran las revistas Corsa. Dependiendo el (des)orden del placard el regreso se tornaba sencillo o desataba una batalla campal contra todos los objetos que en busca de un poco de movimiento o simplemente por tendencias conquistadoras, habían osado desplazarse al hueco dejado por las revistas. Una vez emplazadas las Corsa, arriba se ubicaba la carpeta con los diarios y torneos adentro. Y finalmente el cubilete, con los 8 dados exhaustos de tanto rodar. Eso si, destapado, para que pudieran disfrutar de un poco de fresquito. 

2 comentarios:

  1. :) Más allá de las diferencias lúdicas, describe una buena parte de mi vida en la que he comprobado "que existe la voluntad de los objetos y, principalmente, que la misma utilizará todo su empeño en la búsqueda de la justicia.

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  2. Nada más lindo que creer en esa variable. Gracias por el apoyo y la interacción!

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