“Faber est suae
quisque fortunae”
Abrir el placard. Esa era la
tarea fundamental número uno. Lo reconocía de esa manera dado que habitualmente
resonaba en mi cabeza el famoso enigma de “¿Qué es fundamental para encender
una vela?”
Haber resuelto ese acertijo de mi
profesor de física en mis inicios del colegio secundario me ayudaba a llevar
siempre presente conmigo, con una dosis importante de orgullo, una cierta
manera de ordenar los eventos. Abrir el placard era sin dudas, lo que daba
inicio al juego. Entonces la emoción no comenzaba con los equipos saliendo a la
cancha, ni mucho menos con el puntapié inicial que Leites, el morochón puntero
derecho del Atlético Lugano, daría para atrás buscando al negro Fernandez, tras
el pitido del árbitro y el pase corto de Oettel. No, el juego, la emoción, la
sensación de imaginar que goles, partidos, situaciones iban a desarrollarse,
empezaba desde el momento en que, pensando en que fecha y/o partido había
dejado la última vez, me dirigía a mi habitación y abría el placard, para sacar
los elementos necesarios para el juego.
Atención purretes y jóvenes que
no se desprenden de la infancia y adolescencia: Los elementos no incluían ni
joysticks, ni consolas, ni DVD’s ni nada con alimentación eléctrica. Simplemente
se remitían a una pila de viejas revistas “Corsa”, una carpeta de tapa dura
atada con un cordón (En realidad eran dos tapas duras unidas con un cordón, no
sé si califica como carpeta) que guardaba pilas y pilas de hojas cuadriculadas
con fixtures y tablas de posiciones y el viejo cubilete de cuero marrón,
revestido de felpa verde con 8 dados. Si, eran 8 dados y cada uno tenía su
función fundamental dentro del desarrollo del juego.
¿Cuál era la función de una
revista sacrílega para los amantes del fútbol? La pila de revistas corsa
oficiaba de campo de juego por su tamaño descomunal y, a la vez, de
silenciador. La misma era depositada con precisión quirúrgica sobre la cama, en
alguna posición que neutralizara los desniveles naturales del colchón, sábana
y/o frazada. Había que lograr la mayor rectitud posible. Sobre la pila se
realizaban los lanzamientos de dados. Pero no era sólo eso. Esa pila de
revistas, que curiosamente era de autos, se transformaba en cualquier cancha de
la argentina. Podía ser un Monumental a pleno en un domingo de sol, como
también podía ser la cancha de Leandro Nicéforo Alem (desde el día que descubrí
que la “N” en L.N. Alem es por Nicéforo, nunca pude dejar de nombrarlo de esa
manera) castigada por la lluvia de un sábado de ascenso. La gente presionaba
desde las tribunas, había canchas donde para el visitante era imposible ganar y
otras donde la policía no podía evitar los disturbios que causaban la
suspensión de los partidos.
El horario dictaminaba la pasión
de los encuentros. La hora de la siesta era algo similar a los actuales
partidos de los lunes: Partidos tranquilos, sin grandes emociones, de mitad de
campeonato, sin mucho lugar a las hazañas ni a los goles locales de último
momento. La presencia de mi vieja durmiendo la siesta en la habitación adjunta
no daba lugar a relatos partidarios, a cánticos subidos de tonos con amenazas
de vejaciones sexuales proferidas desde la parcialidad local hacia la visitante
ni a protestas exacerbadas del cuevero visitante ante una expulsión exagerada
por parte de un árbitro localista. Esos partidos transcurrían con la amabilidad
de un amistoso entre budistas y boy scouts. Pero muy distintos eran los
partidos de los fines de semana, o aquellos que transcurrían después de las
17:30, la hora en la que la puerta de la habitación de la vieja se abría y daba
rienda suelta a esa pasión argentina por el deporte más lindo del mundo tan
celebrada a lo largo y ancho del planeta.
En esos momentos la cosa se ponía
linda. Un tiro en el palo generaba un “GOOOUUUUHHH” que hacía que el lobito se
acercara hasta la puerta de la pieza a ver que carajos pasaba. Un córner a
favor del local desataba el aliento de la parcialidad local que al grito de
“ANTES TE ALENTABA SIN SABER POR QUÉ…” se metía como un duodécimo jugador a buscar
el cabezazo. Y los goles generaban una explosión que implicaba la garganta
desgreñanada del relator corriendo desaforadamente por el pasillo, esquivando
la estufa y la puerta corrediza del comedor para finalizar su festejo abrazando
la cortina del living, como si ésta fuera quien tiró la asistencia tan precisa
que dio lugar al tanto, ante la mirada vigilante y estruendosa del lobito,
quien con sus ladridos emulaba al árbitro botón que con la amarilla en mano
esperaba sancionar al goleador por el festejo desmedido. Ahora pienso, a la
distancia, que hubiera sido digno de grabación (si hubiese sido en esa época
tan sencillo como lo es hoy) grabar alguno de esos festejos tan simples y a la
vez pasionales, hoy en día donde hay tanto bailecito, tanta preparación
orquestada en la megadifusión global.
Y los torneos se sucedían, los
equipos ascendían, descendían, peleaban octogonales, miraban de reojo el
descenso pero lo que nunca desaparecía era la pasión. El negocio, hasta donde
llegó la historia de aquellos torneos, nunca logró inmiscuirse. De esa manera
un Flandría – Colegiales se convertía en nota de tapa del diario que acompañaba
los torneos, aunque los dos flotaran en la mitad de tabla de la C. Y eso es el
principio hacia donde apunta la exageradamente larga introducción.
Y a lo que quiero llegar es al descubrimiento que tuve en todos esos años de juego: Los dados tenían vida
propia. Y manejaban la famosa libreta celeste, donde premiaban al atrevido, al pícaro, al que soñaba con lo imposible por igual que a aquel que jugaba realmente bien,
que tenía el mejor equipo y que mejor había sabido explotar su virtud y
desnudar las falencias rivales a lo largo de los 90 minutos.
Entonces, en esa semana que
Midland, ese equipo que había salido del fondo de la tabla con buen juego y
respeto por el toque corto necesitaba ganarle por 3 goles de visitante a San
Martín, que venía peleando arriba, para poder entrar al octogonal, los dados se
hablaban entre ellos en charlas fugaces dentro del cubilete y salían a la luz
mostrando, con el mayor decoro y disimulo posible, todos la misma cara. Yo
garantizo que donde muchos de Ustedes ven un dado blanco marcando un 5, yo
sabía que en realidad era un dado que tenía que ser un 3, mostrándose como 5 y poniendo la mayor cara
de boludo posible, mirando para la puerta de la pieza y silbando bajito. Gracias a esas actitudes, pero siempre dentro
de un reglamento que no permitía grises ni interpretaciones subjetivas, Midland
cumplía la hazaña y ganaba 3 a
0 o quizás 4 a
1. El relator contaba la hazaña del equipo de Libertad al borde de las
lágrimas, recordando que a Schonfeld, el rubio delantero del funebrero, lo habían rajado del laburo en la semana. La hinchada de Midland,
esos pocos locos lindos que habían viajado hasta Burzaco, se rehusaba a irse
del estadio. Sabían que en la primera ronda del octogonal jugaban contra
Berazategui, que venía de ser subcampeón y tenía ventaja deportiva, pero no
importaba. Eran felices al menos hasta el próximo sábado. Y los dados inertes
se quedaban ahí mirando, totalmente separados, dispares, como quien disfruta
aún agotados, de un trabajo bien hecho.
Es que alguien tenía que tomar,
alguna vez, la responsabilidad de equilibrar el universo, reconociendo a los
olvidados por la historia, a los que eran héroes en la derrota, a los que en
las fotos de grupo siempre salían tapados por alguien. Y esos eran los dados.
No había forma de explicar desde la lógica o la estadística el comportamiento
de dichos cubos plásticos, esos poliedros de seis caras capaces de aunar sus
esfuerzos para lograr combinaciones impensadas, improbables pero factibles, que
premiaban de manera equitativa y justa a cada equipo de cada torneo, en base a las
anotaciones sobre cada uno que los dados realizaban en su libreta. Y si bien dicen
que cada uno es artífice de su propio destino, Apio Claudio “el ciego”
debería repensar su decir para darle un pequeño lugar, un crédito al ejército
de justicieros blancos, quienes decidían el destino de los torneos casi a gusto
y piacere.
Porque ¿Qué es fundamental para
encender una vela? Que la misma se encuentre apagada. Del mismo modo que es
fundamental creer que hay algo más, que no todo se rige por lógicas,
estadísticas y probabilidades, que existe la voluntad de los objetos y,
principalmente, que la misma utilizará todo su empeño en la búsqueda de la
justicia.
Después de todo, era eso lo que
mantenía vivo al torneo, temporada tras temporada, hoja tras hoja, año tras
año. Porque había partidos aburridos, muchos. Deportivo Armenio volvió a Primera
una vez y empató 7 partidos consecutivos 0 a 0. Y muchas veces los partidos de las
últimas fechas no se jugaban por nada. Pero siempre los dados supieron leer. O
mejor dicho, supieron ver. Vieron y anotaron en su libretita celeste. Y nunca
dejaron abandonado al equipo luchador, al equipo talentoso, al equipo soñador. Por
sobre cualquier reglamento rígido, que nunca quebrantaron, hicieron a su
voluntad.
Y cuando todo terminaba, las
primeras en volver al placard eran las revistas Corsa. Dependiendo el
(des)orden del placard el regreso se tornaba sencillo o desataba una batalla
campal contra todos los objetos que en busca de un poco de movimiento o
simplemente por tendencias conquistadoras, habían osado desplazarse al hueco
dejado por las revistas. Una vez emplazadas las Corsa, arriba se ubicaba la
carpeta con los diarios y torneos adentro. Y finalmente el cubilete, con los 8
dados exhaustos de tanto rodar. Eso si, destapado, para que pudieran disfrutar de un poco de fresquito.
:) Más allá de las diferencias lúdicas, describe una buena parte de mi vida en la que he comprobado "que existe la voluntad de los objetos y, principalmente, que la misma utilizará todo su empeño en la búsqueda de la justicia.
ResponderEliminarNada más lindo que creer en esa variable. Gracias por el apoyo y la interacción!
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