Llegó al bar con esa extraña sensación. No se sentía mal, pero
sabia que podía estar mejor. Poco le importaron en una primera
instancia todas las miradas despectivas que interceptaron su aura
rumbo a la mesa. Eligió una escondida, para luego de meditarlo,
optar por una junto a la ventana, desde la cual podía observar
todo el interior del local como así también la calle. Luego de un
minúsculo murmullo que pareció eterno, la calma y el vacío volvieron
de la mano al bar. El cálido beige que intentaban transmitir
los tapizados no reflejaba el frío que habitaba el aire. El sol tímidamente
lanzaba sus últimos manotazos de ahogado a través de
los gigantescos ventanales del salón, como quien se resiste a irse,
a perderse la función que está por comenzar. Alguien salió del
baño, generando una corriente de aire que sorprendió a nuestro
personaje. Acto seguido, el mismo procedió a acomodar su cabello
con elocuentes muestras de consternación ante el imprevisto
cambio de peinado. Utilizó su reflejo en la ventana como espejo
y, agachándose un poco para verse mejor, retocó un poco su cabellera.
Aprovechó el suceso para mirar por el ventanal y cruzó su
mirada con la gente que pasaba, mientras ellos buscaban las monedas
necesarias para retornar a sus hogares. Sostuvo su mirada
en la nada y luego volvió sobre sus zapatos. Sus zapatos negros
de cuero. Maltrechos, si. Pero no rotos. El brillo orgulloso denotaba
la pelea por no caer desde la verde pradera de la elegancia al
abismo de la desprolijidad y el desaseo. Recordó en ese momento,
casi sonrojándose, que no se había quitado el abrigo. Lentamente
y creyéndose observado por todos, se incorporó de la silla, sacó su brazo derecho de la manga y cuidando que nadie reparara en
la rotura del forro marrón de su saco, sacó el otro brazo para así
proceder a colocarlo prolijamente sobre el respaldo de la silla.
Se
sentó nuevamente y buscó con su mirada al mozo. Para su sorpresa,
la encargada de las mesas era una mujer. Una chica. Se repitió
como a modo de reto que las cosas ya no eran como antes, que las
cosas cambian y que ya casi es habitual encontrar más mujeres
mozas que hombres. Mientras trataba nuevamente de grabarse
ese nuevo aprendizaje en el cerebro, observó a la chica: Llevaba
un pantalón negro y una camisa blanca. Tenía un delantal rojo
que cubría todo su torso, sobrepasaba su cintura y llegaba casi
hasta sus rodillas. Trató de quitar la mirada lo más rápido posible
y esperar a ser atendido. También vio a un hombre detrás de la
maquina del café, de gestos ampulosos y voz grave. Parecía el
dueño del lugar, o mínimamente, el encargado.
La tarde seguía cayendo y junto a él, del otro lado del vidrio,
ya se armaban las colas de gente esperando el colectivo. Recordó
tiempos de la niñez, cuando el circo llegaba al barrio y los alrededores
se llenaban de colas de pequeños retoños ansiosos de una
entrada para ver al domador de leones, a los acróbatas Chinos o
a los payasos. A los casi míticos payasos. Y pensó que todos teníamos
algo de los payasos. Un personaje asociado a la risa y a la
diversión, pero con lágrimas dibujadas sobre su blanco rostro. “O
quizás somos actores” pensó como corrigiéndose sobre su última
idea. Se permitió después de eso, una leve sonrisa.
Tomó aire profundamente y volvió a mirar a quienes le rodeaban.
Sus bocas parecían poseídas por un extraño mal, que
les impedía detener el movimiento. Intentó, mientras observaba,
encontrar algún soñador, algún poeta, alguien como él o quizás
algún detective. Miró a la barra y descubrió que los taburetes eran
de plástico, al igual que gran parte la decoración. Se sintió algo
estúpido y miró su silla. Aunque no lo había notado, también era
de plástico, al igual que los ceniceros y esa especie de cajita donde
prolijamente se encontraban ubicados el azúcar y el edulcorante.
Lejos de sentirse incomodo (quizás si, algo extraño) decidió proponerse
un juego. Y buscar en los demás clientes, rasgos, detalles
de figuras que él admiraba. Trató de buscar parecidos, gestos, actitudes.
Y no pudo. Trataba de recordar mas características de sus
maestros, de sus ídolos, hasta quizás de sus padres, pero lo fue
imposible. No había payasos, mucho menos piratas, bucaneros,
espías o superhéroes.
Quizás fueran solo las ganas, pero le pareció ver a un boxeador
aguerrido, nariz maltratada por los golpes, brazos agarrotados y
gesto adusto, pagar la cuenta y marcharse silbando bajito. Miró
hacia el hombre del café y con un gesto tradicional, ordenó uno.
Casi como un acto reflejo, metió su mano en el bolsillo trasero de
su pantalón, buscando su billetera, necesitaba cerciorarse de tener
el dinero para pagar el café. Abrió la misma y cayó de ahí un papel
que había olvidado poseer. Lo abrió y encontró una dirección.
Quiso recordar su procedencia, pero un grito en una mesa cercana
lo sobresaltó. Un hombre y una mujer discutían sobre nada en
particular. La mujer se levantó y entre lágrimas se retiró del lugar.
Atravesó la puerta principal a paso apurado y justo frente a su
ventanal, paró el primer taxi que encontró. El hombre simplemente
procedió a pagar la cuenta sin preocuparse por el vuelto. Tomó su
sobretodo, su maletín y se dirigió también por la puerta principal,
pero en dirección contraria.
Para cuando volvió a poner atención sobre el papel, notó que
no estaba. Por un momento quiso agacharse a buscarlo en el piso,
pero consideró aquella actitud poco decorosa y, presa de su timidez,
solo se limitó a buscarlo con la mirada. Pronto llegó el café
que había ordenado y prolijamente se dispuso a disfrutarlo. Tomó
dos sobres de azúcar, sacudió primero uno y después el otro,
sosteniéndolos por un extremo superior y dándole suaves golpes
contra la palma de su mano. Los abrió lentamente y volcó paulatinamente
su contenido dentro de la taza de café, para su sorpresa, de plástico. Tomó la cucharita plástica y mientras miraba por la
ventana, revolvió describiendo pequeños círculos con la misma.
El sol rápidamente había cedido su terreno y el frío se notaba en
las levantadas solapas que abundaban allí afuera.
Un sonido hiriente alteró la frenética tranquilidad que reinaba
en el aire. Y fue la invitación al cambio. El cuerpo quedó dentro
del bar, pero su alma salió por la puerta principal. El cuerpo ahora
simplemente miraba como el alma investigaba los alrededores.
El sonido lo produjo una bocina, informó la misma. Y se encontró
con paradas de colectivos plagadas de gente. Gente que
quería volver a sus respectivos hogares. A la vuelta, doblando la
esquina, pobreza. Basura. Vio a un chico que jugaba con un autito
de plástico violeta. y soñaba que era Traverso, como le enseñó el
padre. Se topó con un señor de unos cincuenta años. Sus lentes
parecían tan gruesos como sucios. Y el maletín desencajado resistía
colgado de su mano derecha. También encontró un morochón
de físico imponente que caminaba con un pesado bolso de cuero
negro al hombro.
El cuerpo buscó similitudes dentro del bar pero no las encontró.
El alma, desde las afueras, consultó por los colores: Informó
la predominancia de los cartones y las maderas, los tonos eran
apagados, pero el brillo lo llevaban las personas, en los ojos.
El
cuerpo notó que el bar resplandecía en colores y luces, pero eran
falsos, hipócritas. Cansada, su alma se detuvo frente al ventanal y
se sentó en el cordón. Fue en ese momento que nuestro personaje
descubrió que dos pedazos de vidrio articulados con un brazo hidráulico
no eran simplemente la puerta de un bar. Eran un portal,
la salida a otro mundo totalmente distinto, totalmente real. Tanteó
el marco plástico del ventanal y una lágrima rodó por su mejilla.
Todo el bar se conmocionó y lo miró. Las miradas eran vacías,
llenas de la nada. La temible nada. Tenían si, un dejo de pánico,
pero no alcanzaba. Su alma desapareció en ese instante y no puedo
asegurar si volvió a el. Giró y vio a toda esa gente: Eran fríos,
observadores, sin brillo, rígidos. Eran de plástico.
Volvió a ponerle el seguro a su arma y la guardó nuevamente
en la cintura. No había un motivo para robarle a esa pobre gente.
Tampoco tenían nada que le interesara. Depositó unos billetes
sobre la mesa, suficientes para el pago de su café, y atravesó, caminando
tranquilo, la puerta principal.
Del otro lado de la calle, donde el viento atacaba impiadosamente
a las frágiles hojas, lo esperaba su vida.
Este cuento forma parte del libro "Es verdad, era mentira" publicado en Diciembre de 2016 por Ed. Dunken.
.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario