lunes, 9 de julio de 2018

De payasos y boxeadores

Llegó al bar con esa extraña sensación. No se sentía mal, pero sabia que podía estar mejor. Poco le importaron en una primera instancia todas las miradas despectivas que interceptaron su aura rumbo a la mesa. Eligió una escondida, para luego de meditarlo, optar por una junto a la ventana, desde la cual podía observar todo el interior del local como así también la calle. Luego de un minúsculo murmullo que pareció eterno, la calma y el vacío volvieron de la mano al bar. El cálido beige que intentaban transmitir los tapizados no reflejaba el frío que habitaba el aire. El sol tímidamente lanzaba sus últimos manotazos de ahogado a través de los gigantescos ventanales del salón, como quien se resiste a irse, a perderse la función que está por comenzar. Alguien salió del baño, generando una corriente de aire que sorprendió a nuestro personaje. Acto seguido, el mismo procedió a acomodar su cabello con elocuentes muestras de consternación ante el imprevisto cambio de peinado. Utilizó su reflejo en la ventana como espejo y, agachándose un poco para verse mejor, retocó un poco su cabellera. Aprovechó el suceso para mirar por el ventanal y cruzó su mirada con la gente que pasaba, mientras ellos buscaban las monedas necesarias para retornar a sus hogares. Sostuvo su mirada en la nada y luego volvió sobre sus zapatos. Sus zapatos negros de cuero. Maltrechos, si. Pero no rotos. El brillo orgulloso denotaba la pelea por no caer desde la verde pradera de la elegancia al abismo de la desprolijidad y el desaseo. Recordó en ese momento, casi sonrojándose, que no se había quitado el abrigo. Lentamente y creyéndose observado por todos, se incorporó de la silla, sacó su brazo derecho de la manga y cuidando que nadie reparara en la rotura del forro marrón de su saco, sacó el otro brazo para así proceder a colocarlo prolijamente sobre el respaldo de la silla.

Se sentó nuevamente y buscó con su mirada al mozo. Para su sorpresa, la encargada de las mesas era una mujer. Una chica. Se repitió como a modo de reto que las cosas ya no eran como antes, que las cosas cambian y que ya casi es habitual encontrar más mujeres mozas que hombres. Mientras trataba nuevamente de grabarse ese nuevo aprendizaje en el cerebro, observó a la chica: Llevaba un pantalón negro y una camisa blanca. Tenía un delantal rojo que cubría todo su torso, sobrepasaba su cintura y llegaba casi hasta sus rodillas. Trató de quitar la mirada lo más rápido posible y esperar a ser atendido. También vio a un hombre detrás de la maquina del café, de gestos ampulosos y voz grave. Parecía el dueño del lugar, o mínimamente, el encargado.

La tarde seguía cayendo y junto a él, del otro lado del vidrio, ya se armaban las colas de gente esperando el colectivo. Recordó tiempos de la niñez, cuando el circo llegaba al barrio y los alrededores se llenaban de colas de pequeños retoños ansiosos de una entrada para ver al domador de leones, a los acróbatas Chinos o a los payasos. A los casi míticos payasos. Y pensó que todos teníamos algo de los payasos. Un personaje asociado a la risa y a la diversión, pero con lágrimas dibujadas sobre su blanco rostro. “O quizás somos actores” pensó como corrigiéndose sobre su última idea. Se permitió después de eso, una leve sonrisa.

Tomó aire profundamente y volvió a mirar a quienes le rodeaban. Sus bocas parecían poseídas por un extraño mal, que les impedía detener el movimiento. Intentó, mientras observaba, encontrar algún soñador, algún poeta, alguien como él o quizás algún detective. Miró a la barra y descubrió que los taburetes eran de plástico, al igual que gran parte la decoración. Se sintió algo estúpido y miró su silla. Aunque no lo había notado, también era de plástico, al igual que los ceniceros y esa especie de cajita donde prolijamente se encontraban ubicados el azúcar y el edulcorante. Lejos de sentirse incomodo (quizás si, algo extraño) decidió proponerse un juego. Y buscar en los demás clientes, rasgos, detalles de figuras que él admiraba. Trató de buscar parecidos, gestos, actitudes. Y no pudo. Trataba de recordar mas características de sus maestros, de sus ídolos, hasta quizás de sus padres, pero lo fue imposible. No había payasos, mucho menos piratas, bucaneros, espías o superhéroes.

Quizás fueran solo las ganas, pero le pareció ver a un boxeador aguerrido, nariz maltratada por los golpes, brazos agarrotados y gesto adusto, pagar la cuenta y marcharse silbando bajito. Miró hacia el hombre del café y con un gesto tradicional, ordenó uno. Casi como un acto reflejo, metió su mano en el bolsillo trasero de su pantalón, buscando su billetera, necesitaba cerciorarse de tener el dinero para pagar el café. Abrió la misma y cayó de ahí un papel que había olvidado poseer. Lo abrió y encontró una dirección. Quiso recordar su procedencia, pero un grito en una mesa cercana lo sobresaltó. Un hombre y una mujer discutían sobre nada en particular. La mujer se levantó y entre lágrimas se retiró del lugar. Atravesó la puerta principal a paso apurado y justo frente a su ventanal, paró el primer taxi que encontró. El hombre simplemente procedió a pagar la cuenta sin preocuparse por el vuelto. Tomó su sobretodo, su maletín y se dirigió también por la puerta principal, pero en dirección contraria.

Para cuando volvió a poner atención sobre el papel, notó que no estaba. Por un momento quiso agacharse a buscarlo en el piso, pero consideró aquella actitud poco decorosa y, presa de su timidez, solo se limitó a buscarlo con la mirada. Pronto llegó el café que había ordenado y prolijamente se dispuso a disfrutarlo. Tomó dos sobres de azúcar, sacudió primero uno y después el otro, sosteniéndolos por un extremo superior y dándole suaves golpes contra la palma de su mano. Los abrió lentamente y volcó paulatinamente su contenido dentro de la taza de café, para su sorpresa, de plástico. Tomó la cucharita plástica y mientras miraba por la ventana, revolvió describiendo pequeños círculos con la misma. El sol rápidamente había cedido su terreno y el frío se notaba en las levantadas solapas que abundaban allí afuera.

Un sonido hiriente alteró la frenética tranquilidad que reinaba en el aire. Y fue la invitación al cambio. El cuerpo quedó dentro del bar, pero su alma salió por la puerta principal. El cuerpo ahora simplemente miraba como el alma investigaba los alrededores.

El sonido lo produjo una bocina, informó la misma. Y se encontró con paradas de colectivos plagadas de gente. Gente que quería volver a sus respectivos hogares. A la vuelta, doblando la esquina, pobreza. Basura. Vio a un chico que jugaba con un autito de plástico violeta. y soñaba que era Traverso, como le enseñó el padre. Se topó con un señor de unos cincuenta años. Sus lentes parecían tan gruesos como sucios. Y el maletín desencajado resistía colgado de su mano derecha. También encontró un morochón de físico imponente que caminaba con un pesado bolso de cuero negro al hombro. El cuerpo buscó similitudes dentro del bar pero no las encontró. El alma, desde las afueras, consultó por los colores: Informó la predominancia de los cartones y las maderas, los tonos eran apagados, pero el brillo lo llevaban las personas, en los ojos.

El cuerpo notó que el bar resplandecía en colores y luces, pero eran falsos, hipócritas. Cansada, su alma se detuvo frente al ventanal y se sentó en el cordón. Fue en ese momento que nuestro personaje descubrió que dos pedazos de vidrio articulados con un brazo hidráulico no eran simplemente la puerta de un bar. Eran un portal, la salida a otro mundo totalmente distinto, totalmente real. Tanteó el marco plástico del ventanal y una lágrima rodó por su mejilla.

Todo el bar se conmocionó y lo miró. Las miradas eran vacías, llenas de la nada. La temible nada. Tenían si, un dejo de pánico, pero no alcanzaba. Su alma desapareció en ese instante y no puedo asegurar si volvió a el. Giró y vio a toda esa gente: Eran fríos, observadores, sin brillo, rígidos. Eran de plástico.

Volvió a ponerle el seguro a su arma y la guardó nuevamente en la cintura. No había un motivo para robarle a esa pobre gente. Tampoco tenían nada que le interesara. Depositó unos billetes sobre la mesa, suficientes para el pago de su café, y atravesó, caminando tranquilo, la puerta principal.

Del otro lado de la calle, donde el viento atacaba impiadosamente a las frágiles hojas, lo esperaba su vida.

Este cuento forma parte del libro "Es verdad, era mentira" publicado en Diciembre de 2016 por Ed. Dunken.

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