Se despertó a la mañana. Misma cama, misma habitación,
incluso las mismas sábanas. Observó esa grieta en la pared, la
misma de todos los días, que aún estaba sin arreglar. Se sentó en
el mismo lugar de siempre y buscó las mismas pantuflas de todos
los días, que estaban en el mismo lugar de cada mañana. Se las
calzó y con la misma parsimonia que lo hacía todos los días, consumió
esos metros que lo separaban del baño. El mismo baño de
siempre. Se miró en el mismo espejo de cada mañana, esquivando
las mismas manchas de siempre. La misma cara. Las mismas
ojeras. El mismo jabón, la misma canilla, la misma toalla. Fue a
la cocina. La misma taza, la misma pava, el mismo mate cocido
de todas las mañanas. Tomó el último pan de la bolsa, húmedo
y endurecido por el paso de los días. Abrió la misma heladera
de siempre y sacó el paquete envuelto con papel blanco que contenía
el fiambre. Poco. Con prolijidad y esmero, cortó el pan en
dos mitades. Puso la última feta de jamón cocido y agregó dos o
tres pedazos de fetas de queso. Lo envolvió con una servilleta, lo
guardó en el bolso y salió, para caminar las mismas cuadras de
siempre, ver los mismos árboles, los mismos baches y el mismo
semáforo, para llegar a la misma estación de siempre, sentarse en
el mismo banco, tomar el mismo tren, subirse al mismo vagón y
sentarse en el mismo asiento de cada día, para ir a la fábrica a ver
las mismas caras largas de siempre y hacer el mismo trabajo rutinario
de siempre. Llegando a la estación, escuchó el ruido de un
tren que se iba. No podía ser. Miró su reloj, el mismo de siempre.
06:56, como siempre era a esa altura de su recorrido. El tren no debía llegar hasta las 07:03. Ingresó en la estación a tiempo para
observar como su tren se iba en dirección a la Capital. Miró su
banco de todos los días y estaba ocupado. Un chico luchaba contra
el frío acurrucándose dentro de su campera. Dudó. Se acercó y se
sentó en ese banco, su banco de todos los días, compartiéndolo,
aunque todos los demás estaban vacíos. Pasaron algunos minutos.
No hubo palabras entre ellos. Sacó el sándwich del bolso y se lo
ofreció al chico, que aceptó la oferta sin emitir palabra de agradecimiento
alguno. Continuaron los minutos de silencio. El siguiente
tren llegó a las 07:21. Observó lo largo de la formación y decidió
cambiar de vagón. Una vez dentro, sentado con la cabeza contra
la ventanilla, pensó que no sería un mal día después de todo.
Este cuento forma parte del libro "Es verdad, era mentira" publicado en Diciembre de 2016 por Ed. Dunken.
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