jueves, 19 de mayo de 2016

Un micro naranja

Creo que ese día me permitieron faltar a la escuela. Ese debe haber sido el momento donde mi cerebro comenzó a gestar el recuerdo. “Si lo dejaron faltar a la escuela, debe estar por pasar algo bueno”. Hoy en día calculo que nadie en el club iba a considerar esperar al pibito de la 80 que recién salía de la escuela a las 17:15 para un trámite tan banal. Pero lo primero que puedo decir de ese día, es que recuerdo la alegría desde el momento en que sabía que tenía permitido faltar a clases. A la hora que nos habían citado en el club, me acerqué hasta ahí con mi vieja. El club quedaba a una cuadra de casa, pero yo recién andaba por los 8 o 9 años, así que en las primeras cuadras de aquella gran aventura, me acompañó mi mamá.

Ya para ese entonces yo estaría en 3er grado y sabía de excursiones al centro, de llevar la mochila con los sanguchitos (No hay cosa más rica que un sanguche de jamón y queso despúes de compartir junto a la perecedera mayonesa todo un día de excursión), una cajita de jugo, ese lujo que acompañaba las excursiones y todas las autorizaciones y demases cuestiones legales que exoneraran a cualquier adulto de responsabilidad ante mi fuga, pérdida y/o desaparación súbita en esas tierras lejanas que albergaban al Cabildo, al museo de Ciencias Naturales o la Biblioteca Nacional.

Por otra parte, ya sabía lo que era subirme al micro naranja en la puerta del club con mis compañeros de equipo: Sábado por medio nos tocaba jugar de visitantes y tempranito, demasiado cerca del mediodía nos juntábamos en ese mismo lugar y subiéndonos al mismo micro, nos íbamos con todas nuestras ilusiones a defender los colores de la Asociación Atlética Esparta (o mejor dicho, EL color porque la camiseta era toda naranja)

Pero esto era distinto. Una mezcla, si. Pero distinta. Porque salíamos desde el club en el micro naranja (el cual ya había descubierto que respondía a una convención social de transporte escolar y no que era un micro exclusivo con los colores del club) pero no íbamos a jugar al fútbol. Tampoco íbamos de excursión. Íbamos a ir para esos pagos lejanos, pero a hacer cosas de grandes. Todos los chicos nuevos del club, más los de la categoría nueva, más los giles que por algún motivo la habíamos perdido, íbamos para la Federación a hacernos las credenciales para jugar los torneos. "El carné" sin esa t final que nadie se molestaba en pronunciar. Hoy a la distancia agradezco la falta de tecnología que nos obligaba y a la vez nos permitía vivir esa aventura que al menos para mí, era de los más destacado del año. Faltar a la escuela, juntarme con mis compañeros del club, viajar en el micro hacia lugares lejanos todos juntos y encima para hacer “trámites” cumplía con todos los requisitos para ser un planazo.

Y ese día, el único nuevo de mi categoría (el otro boludo de la 80 era yo que como dije, había perdido el carnet) que viajaba en el micro, era Darío. Un morocho zurdo que jugaba de 3. Petiso, morrudo, cabezón, tenaz. Probablemente en ese entonces no sabía todas esas palabras para definirlo, pero lo sentía interiormente. Era un pibe que desde que había llegado al club se había hecho amigo mío y la verdad que aún siendo de pocas palabras, la amistad de pequeños y en ese ambiente pasaba por que tan bien jugaba cada uno y que tan útil resultaba para el equipo. Y en ese aspecto, pese a ciertas limitaciones técnicas, Darío era un gran amigo.

Los conocimientos adicionales se limitaban más a repetir cosas que se escuchaban o meramente a cuestiones de ubicación geográfica. “Darío vive en la tuyu”. La tuyu era una villa que estaba atrás del club, sobre la calle tuyutí. Eso era todo lo que yo sabía y sin siquiera requerirlo como un requisito de amistad. Simplemente lo sabía pero tenía una inocencia tan hermosa que era lo mismo que fuera de la tuyu como si fuera de Humaitá y Pastor Lacasa, la zona paqueta del barrio.

No puedo precisar el recuerdo sobre lo que charlamos, pero si que nos sentamos juntos. Yo nunca fui un gran conversador y Darío estaba más fascinado en mirar esos paisajes extraños, ajenos, que en comentar el último capítulo de Mazinger Z o que dificil era conseguir tal o cual figurita del álbum de moda. Creo que eso también era un motivo para elegir a Darío como amigo. Nos acompañábamos en silencio.

En determinado momento del viaje, el presidente del club (nosotros eramos así, viajábamos con el presidente que para mi era más conocido como “el vecino de la torre 15”) nos cuenta un poco, principalmente para los nuevos, adónde íbamos, cómo era el trámite y qué teníamos que hacer.

Ibamos a llegar a la federación, nos iban a estar esperando e íbamos a hacer las credenciales. En ese momento las credenciales eran cartones escritos a máquina con una foto 4x4 (Que debíamos llevar nosotros) que después cada uno en la medida de sus posibilidades, plastificaba para darle una mayor vida útil. Una vez que cada uno tuviera su cartón con sus datos, nos contaba el presidente del club, van a tener que firmar su credencial y listo. Y en ese preciso instante noto que Darío rompe en llanto. ¿Era tanta la emoción de pertenecer a un club? ¿Era una de sus metas de vida en sus cortos 8/9 años llegar a ser federado, aunque fuera para un club de la “C”? Nadie entendía el motivo del llanto de Darío, ni siquiera algún padre que nos había acompañado o el mismo presidente, el primero en llegar a nuestro asiento para darle consuelo.

Las preguntas habituales y lógicas del señor Ocampos encontraron todas la misma respuesta. Un no sin palabras, sin otra pista que un leve movimiento lateral de la cabeza (cabezota) que Darío escondía entre sus manos. Entre sollozo y sollozo Darío no se tomaba tiempo ni para soltar un “no” ni mucho menos para explicar la causa. Con tomar un poco de aire para continuar con su llanto le era más que suficiente.

Don Ocampos, el señor presidente, dio muestra de conocer el paño y se acercó mucho a Darío para que nadie lo escuchara. Nunca sospechó que yo estando tan cerca aún podía escucharlo, o quizás no le importó que Darío tuviera que compartir la respuesta conmigo. Se acercó y muy por lo bajito, le preguntó: “Darío... ¿estás llorando porque no sabes leer y escribir?”. Y ahí, mientras Darío por primera vez asomaba los ojos de entre sus manos para decir que sí, yo crecí de golpe. Entendí a esa mínima edad que ser pobre era mucho más que tener ropa vieja, el pelo sucio y no hablar sobre figuritas o programas de la tele. Ahí me di cuenta que había gente que realmente tenía muy poco de lo que era realmente importante. No tuve una revelación mística que me hiciera valorar todo lo que yo tenía. No señor. Me concentré en entender y procesar todo aquello que Darío no tenía, que le era negado vaya uno a saber por qué decisión cruel e injusta. Era demasiado todo lo que se me venía a la cabeza como para hacer comparaciones. Darío no sabía leer ni escribir, un privilegio con el que yo contaba incluso desde antes de iniciar la escuela, gracias a los artilugios de mi hermano mayor para enseñarme. Si no sabía leer ni escribir, claramente no iba a la escuela. ¡Darío no iba a la escuela! ¿Por qué? ¿Acaso era eso posible? En mi mundo familiar, de contención, de motivación y de incentivos era impensada esa situación. Mis hermanas y mi hermano iban a la escuela, yo iba a la escuela, todos mis amigos también... ¿Cómo era esa vida sin escuela? ¿Cómo iba a ser esa vida, que había arrancado despojada de los derechos básicos? Claro que a esa edad no me lo preguntaba en esos términos, sino que todo estaba inconcientemente englobado en mi descubrimiento de que si Darío no sabía leer ni escribir, era porque no iba a la escuela. Y sentí toda la vergüenza junta de Darío como una vergüenza propia. Yo no quería que Darío no supiera leer ni escribir. Quería enseñarle yo, o si era necesario, olvidarme de leer y escribir para que no se sintiera tan solo, pero calculo que no sería la primera ni la última vez que Darío se iba a sentir solo. En el momento no supe que hacer, más que quedarme helado, en el asiento contiguo de ese chico que antes de poder armarse de herramientas para defenderse, estaba recibiendo un golpe más de esa vida que le había llegado torcida, como arrancar perdiendo 2 a 0 en los primeros 10 minutos. Eventualmente el presidente del club pudo calmarlo y para el momento de llegar a la federación la crisis de llanto de Darío estaba casi en el olvido. No recuerdo cómo se resolvió la situación, intuyo que después de ese tamaño de descubrimiento que era la injusticia social y mi súbita madurez repentina forjada por el rebote de ese golpazo de vida que se había pegado Darío, mi mente había decidido descansar y dejar de grabar. Pero hoy que tengo el privilegio de escribir estas notas, aprovecho para plasmar el descubrimiento que tuve tiempo después, cuando encontré el carnet de aquella tarde con mi firma pueril, desprolija, nerviosa. Darío no sólo lloraba por vergüenza. No sólo lloraba por empezar a notar que cada vez eran más las cosas que los otros tenían y el no. Darío además lloraba porque le habían negado una de las formas de expresión más sinceras y profundas como es la escritura. Darío no tenía la posibilidad de compartir sus historias, sus vivencias, sus creaciones más que mediante el intercambio verbal, tan volátil y efímero como el sonido de las palabras. Darío no iba a poder escribir una carta de amor cuando estuviera enamorado, ni firmar un dibujo para el día de la madre.

Pero yo creo que principalmente lloraba porque lo estaban privando de la fuente de libertad más hermosa e infinita del universo, que es la lectura. Ojalá Darío, donde quiera que esté, pueda leer éstas (y otras tantas) palabras.

1 comentario:

  1. Que crack q es este pibe escribiendo, ¿no, Dario?
    Escribe mejor q lo que jugaba al fútbol. ¿Estamos de acuerdo?

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