martes, 1 de mayo de 2018

Creando un personaje

Hemos cambiado como raza. No me animo ni me siento calificado para decir si ha sido para mejor o peor, pero hemos cambiado. Esas reflexiones griegas que crecimos escuchando y repitiendo ya no tienen lugar en nuestra sociedad moderna. Quizás dentro de mil años grandes pensadores sean recordados por frases como "En el caso de existir devoluciones de compras, esta se hace por el valor que se compro al momento de la operación, es decir se le da salida del inventario por el valor pagado en la compra" pero lo cierto es que, del mismo modo que las redes sociales y el "todo fácil, todo ya" se apropiaron de nuestras vidas, nos hemos acostumbrado a un carácter más efímero de las cosas y también han caído en esa manía los grandes pensamientos de otrora. Ya nadie tiene tiempo de sentarse bajo un manzano a pensar sobre la ley gravitacional o, de tener esas inquietudes, probablemente se encuentre becado trabajando en un laboratorio donde varios servidores vayan guardando la  información por él.

Es por ello que una de mis reflexiones más mundanas y básicas de mi vida me sigue persiguiendo y sigue presente a cada momento en esta aventura de escribir: Saliendo de mi adolescencia me topé con la nueva moda del chat. Estamos hablando del fin del Siglo XX, cuando con una mínima conexión de Dial-Up podías ingresar en cuanto salón de conversación quisieras y despacharte con lo quieras mediante el simple ejercicio de tipear. Y en ese contexto me sorprendía algo que se repetía en mis variadas interacciones: La gente en los chats, creaba personajes. En un principio no lo noté, pero con el paso del tiempo me convertí en un usuario porfiado, que ante cada conversación intentaba descifrar, sin importarle la comunicación humana, que partes del relato ajeno eran ciertas y cuales no. Y tanto en hombres como en mujeres, la estadística era similar: Ambos mantenían detalles de base, de núcleo, dentro de su realidad y toda la decoración era falsa, camaleónica de acuerdo a mis movimientos durante la charla.

Allí surgió la reflexión: Si la idea es mentir, engañar, ¿por qué no decir que uno era astronauta, que había estado entrenando en la NASA y que debido a un recorte de presupuesto estaba licenciado hasta nuevo aviso, en lugar de fingir pasión por Ricardo Arjona? ¿Por qué no decir que una era líder de un movimiento rebelde armado, en lugar de fingir ser una secretaria ejecutiva? Como relataba oportunamente en algún cuento que anda por ahí, nadie en los chats era payaso o boxeadora. Abundaban las bailarinas árabes, los gerentes, las estudiantes de psicología y los cantautores incomprendidos. Toda una maquinaria de ilusiones, sueños y posibilidades, relegada por la necesidad imperiosa de agradar. Si la mentira tiene que ser lo suficientemente creíble para parecer realidad, por qué no directamente ir por un escenario real, en lugar de copiar experiencias ajenas? De todas las posibilidades brindadas por la mente humana, elegir la opción de la mayoría. Empatizar. Buscar el lugar común. 

En esos años aprendí dos cosas fundamentales para mi desarrollo como cronista y como escritor: En primer lugar, aprendí a crear un personaje. Y en segundo lugar, aprendí que nunca iba a vender muchas copias de mis escritos.

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