lunes, 7 de julio de 2014

Funeral

Las puertas son de vidrio. Si, polarizadas. Pero igual se puede ver a través de las mismas. En la parte de abajo hay un escritorio bastante antiguo, imponente, de caoba. A la derecha del mismo, una lámpara que irradia una luz tenue. Hay también una planta, pero nunca fui un especialista del tema, no podría decir cuál es. Llama la atención el detalle de las tapas de luz por ejemplo. Son metálicas pero color caoba. El empapelado que cubre las paredes es de un color crema, con unos suaves trazos dorados. Cada listón termina prolijamente encastrado en los zócalos. En la puerta, del lado de afuera, hay un grupo de unas diez personas, algunas tienen los ojos hinchados, la mirada perdida y el gesto inconfundible de quien busca en el aire una explicación. Otros conversan animadamente y hasta se animan a unas carcajadas censuradas. Otras dos están paradas frente al puesto de diarios que acaba de abrir y debaten acerca de la elección del material de lectura. La mayoría frota sus manos. Uno entra y me mira, pero no suelta vocablo alguno. Pasa rápidamente rumbo a la escalera y antes de llegar al tercer escalón se detiene. Vuelve hasta la puerta y pregunta si alguno quiere café. La mayoría agradece, algunos aceptan. Y hasta hay uno que decide acompañarla. Pero este al pasar no me mira.

Es extraña la sensación que causa en un chico tener que estar acá, en un funeral. Las voces graves, los silencios cómplices. El luto. Casi nadie estila el luto, salvo la gente de la casa de velatorios. Y el café, que es tan negro como intomable. Están los parientes que uno no ve por años. Algunos están extrañamente igual. Otros, vaya paradoja, están extrañamente distintos.

Pasado un rato ya, acostumbrado a la situación, uno puede observar como las personas se mueven sistemáticamente: Ingresan al lugar, buscan alguna cara conocida, una pequeña charla introductoria, quizás alguna que otra presentación y enseguida, el gesto típico de consulta acerca del paradero de los deudos. Una vez que el rumbo ha sido indicado, proceden al acto protocolar. Un saludo sobrio, la cara de consternación y el posterior consuelo. El nivel de relación entre si, será indicado por el tiempo de permanencia del recién llegado, el cual probablemente al dar por acabada la charla, se acercará al cajón donde luego de persignarse pronunciará algunas palabras tan cursis como gastadas. Luego volverá al cuarto aledaño, donde proseguirá su conversación con otros de los allí presentes. Mirará de reojo buscando algún ausente y en poco tiempo sucumbirá ante la tentación de un sanguchito.

Y a todo esto, uno sigue allí, sin saber que hacer, para dónde ir, como no molestar, como lograr que el tiempo pase más rápido. El sol comienza a salir y la gente a transitar por la calle. Algunos empiezan a despedirse. Pocos, diría yo un treinta por ciento, me saluda. Incluso saludan a quienes están a mi lado, pero paso desapercibido. Quizás si un gesto, pero no mas que eso.

Horas más tarde, las caras de sueño atestan el salón. Los sillones están cubiertos por quienes se encuentran en el recinto desde el principio de la historia. Hay dos personas junto al cajón. Una habla como quien lo haría con un ser vivo. La otra se encuentra detrás de la misma, con la palma de su mano derecha sobre su hombro izquierdo. Abro mis ojos y es entonces cuando veo el pánico en sus rostros.

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