martes, 1 de julio de 2014

Coherencia geográfica

Desde chico cuando escuchaba a mi viejo decir "si hay agua tomamos agua, si hay champán tomamos champán" sabía, si bien no de una manera certera y racional, que no se refería exactamente a la selección de la bebida que acompañaría a la cena.
Sospechaba que algo había mas allá de la diferencia entre eso con lo que se preparaba el jugo (vulgarmente conocida como "de la canilla") y esa bebida que había oído nombrar pero aún a mis tiernos 5 años, nunca había visto.
Con los años y esa frase siempre presente, empecé a buscarle el sabor del champán a los vasos de agua. Lejos de buscar sobres de jugo en polvo sabor champán, buscaba darle emoción y entidad a determinadas cuestiones diarias que en principio carecían de desafío, emoción, adrenalina. Aceptaba tomar agua, pero buscaba transformarla en champán.
Mi primer recuerdo son, como las bautizara Alejandro Dolina, mis carreras secretas. Caminando por la calle buscaba otro transeúnte que pudiera representarme alguna dificultad y me proponía pasarlo antes de determinado punto geográfico en el camino. Había dos hechos interesantes en la postulación. El primero, que el contrincante debía, pese a no saberlo, dar batalla. Nunca elegiría una persona cargada de bolsos, un anciano en bastón o una pareja que claramente pasea. El segundo era el cálculo mental que nutría de exigencia la apuesta: El punto geográfico elegido como "llegada" debía estar a una distancia lo suficientemente lejana como para permitirme alcanzarlo, pero lo suficientemente cercano como para que esa llegada fuera heroica, ajustada, complicada. La tercer componenda de la trilogía era una variable: Mi caminar. Dependiendo de los obstáculos y de si el improvisado rival tenía un buen o mal día en lo que a caminar velozmente se refiere, variaba el tranco procurando lograr ese final apretado, pleno de suspenso que siempre me encontraba ganador.
Con los años empecé intuitivamente a subir la apuesta. Las tareas escolares, ya estando en el colegio secundario, pasaron a ser mi nuevo juego. La finalización de ese trabajo práctico que para una persona organizada hubiera significado un vaso de agua, era intencionalmente convertida en una tarea contrarreloj cuya finalización merecía un brindis con copas plagadas de champán. Siempre en el planeamiento tenía un rato más para empezar la tarea y las horas eran gustosamente ocupadas con discos de los Ramones, paseos que Priscila, habitante cánido compañero de los apuros de última hora, agradecía por habitualidad y duración y horas enteras de zapping, mis herramientas de alquimista que buscaban convertir esa agua en una bebida espirituosa.
Se vive como se juega, sería una buena forma de deformar la famosa frase y aplicarla a estas conductas.
Una vez inserto en el mercado laboral mi diversión, literalmente, se profesionalizó. Lo que antes eran baldosas y preguntas de un trabajo práctico de historia, ahora eran números y fechas. Y se jugaba de verdad. Llegaba el sueldo, digno aunque escueto, y yo planificaba todos los gastos mensuales. No había lugar para un estornudo que modificara nada. Y sin embargo, a los pocos días, surgía esa necesidad del riesgo. Un quiebre de cintura al plan aburrido, desabrido, insípido e incoloro. Un gasto que no correspondía, una compra con la tarjeta y a empezar la danza. Ver la fecha de vencimiento de la tarjeta, pensar en el pago mínimo, calcular el día de cobro, pensar cuando iba a cobrar alguna deuda, buscar algo que vender y de repente me encontraba un día jueves, a las 20:40 realizando una carrera secreta por las calles de Palermo para llegar a horario a ese stand de la tarjeta de crédito y lograr el pago. Cada mes lograba, sobre la chicharra del final, cumplir los objetivos sin incurrir en falta.
Es que se juega como se vive. Y en esas cosas, después de sufrir bajo esa obligación que me representaba defender los colores de la selección argentina, me di cuenta de la coherencia geográfica. Porque no puedo imaginar a Robben en una carrera secreta. Simplemente arrancaría en un extremo de la cuadra y avasallaría a todos los transeúntes. Se tiraría en el medio, señalando a una baldosa, pero así y todo llegaría con 40 metros de ventaja. Y no imagino a Schweinsteiger escribiendo un trabajo práctico sobre la meiosis y mitosis hasta las 3:30 AM, sino que más bien lo imagino llevando adelante una presentación en el auditorio de la Hauptschule bajo la admiración de la profesora Winkler. Quizás algún costarricense o Neymar dejen para el último día el pago de la tarjeta, pero sinceramente los veo más del lado de aquellos que no necesitarían la seguridad de los bienes materiales.

Y es ahí que lo veo al fideo Di María. Llega a las corridas. Son las 14:58. Entra jadeando a la sucursal del banco. En un bolsillo lleva esa declaración jurada que terminó de confeccionar hace escasos minutos, a pesar del aviso de 6 meses previo. Y en el otro, la cantidad exacta para el pago que terminó de juntar gracias al billete que encontró en la campera que no usaba desde el invierno pasado. No le sobra nada. Enfrenta al cajero y balanceando el cuerpo hacia afuera, abre el pie zurdo y la clava abajo, lejos del cuco que resultó ser el hasta hace un rato ignoto arquero Suizo. Y la pelota va adentro. Y gana argentina. Y yo hago las paces con ese pibe y ese equipo que me hacen sentir que, a pesar de los millones en cuenta y kilómetros de distancia en el mapa, juegan como se vive acá, como siempre viví acá, en el país que sin saber, elegí desde mis más tempranos juegos.
Y me acuerdo de mi viejo y las bebidas. Jugar bien, hacer goles o jugar como se puede y como nos dejan para ganar sufriendo. El champán y el agua.
Y lo importante es tomar.

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