No puedo evitar remitirme, al
escuchar las sentencias que se pronuncian sobre el coraje de mascherano o como
modernamente se denominan, “maschefacts”,
a ciertos juegos de debate de la infancia donde la naturaleza, profesión
o cualidades de nuestros parientes cercanos, directos y queridos, eran la
medida de lo que nosotros, infantes ávidos de pertenencia y aceptación, éramos
dentro de nuestro grupo de amigos o compañeros.
En esos primeros años,
desconociendo conceptos como liderazgo nato, carisma o personalidad, la
importancia de uno, el lugar en el grupo e incluso la condición de persona
podía dirimirse mediante una disputa que voy a bautizar como “…y mi papá es”.
Los puntos suspensivos al
inicio del título de la competencia no son casuales. Están ahí porque la
contienda da inicio ante la afrenta de uno de los participantes, que puesto en
desventaja por alguna afirmación de otro participante (“Yo tengo la pistola del
family game”) busca urgido destacar un hecho que si bien no es propio, es de un
familiar cercano. Una afirmación que diga “Acá estoy yo y esta persona que te
nombro, tiene este poder”
Era premisa fundamental
comenzar apostando bajito, con cosas ciertas, conocidas y que den lugar a un
contragolpe. Contrario a juegos como el Poker o el Truco, donde buscando un
bleff o ganar la primera mano el jugador puede realizar una apuesta fuerte de
entrada, acá es fundamental, como un cachetazo suave y desafiante, darle lugar
al contrincante para responder. Una buena manera sería por ejemplo retrucar “Y
mi tío tiene un revolver de verdad”. La discusión irá subiendo de tonos,
logros, parientes y verosimilitud hasta que un factor externo dictamine el
final, como puede ser una campana de recreo, o una madre gritando “A merendar”
desde el balcón de un sexto piso. Lo importante será el mensaje que se dejó
durante esa batalla dialéctica: Dejar en claro que si es a inventar, uno tiene
más y mejores parientes, amigos y/o conocidos lo cual, por una ley tácita del
Universo lo convierte a uno en más popular.
En busca de esa notoriedad social
que acompaña a privilegiadas personas en un lugar concreto (por privilegiada me
refiero al “más popular” y por lugar concreto me refiero simplemente al barrio
o la escuela primaria) convertí a mi viejo en compañero de Rambo, profesor de álgebra
en El Cairo o agente secreto de Kaos, a mi tío en campeón mundial de bádminton,
a mi vieja en la inventora del grabador con tres casseteras y a un primo lejano
en jugador de primera (dentro de mi grupo de pertenencia no era necesario
aclararlo: Un jugador de primera era, por supuesto, un jugador de fútbol)
¿En que momento ese recuerdo se encuentra con el
presente? Escuchar cosas como “Mascherano encontró al unicornio azul, y de
paso, trajo otro verde” más allá de la risa inicial, me lleva a esos momentos.
Uno sabía y tenía bien en claro hasta donde
llegaban las verdades y donde empezaban las mentiras. Cualquier afirmación no
resistía al menor de los análisis y las palabras de esos niños se las llevaba
el viento, el mismo que quizás hoy modernizado y disfrazado de nuevo artículo
web, patota de bytes o cadena de Whatsapp, se llevará al baúl del olvido a los
“maschefacts”.
El día siguiente volvería la mancha pared en el
patio, el partido a 12 goles en la cancha del barrio y cada pariente tendría
que volver también a sus verdaderas ocupaciones. Los maschefacts darán lugar a
algún otro viral que puede llegar a provenir de cualquier lugar del universo
que nos rodea y don Javier volverá a Barcelona, a calzarse la ropa de
entrenamiento.
Pero lo que quiero rescatar, lo que me queda en
estas horas posteriores a la derrota de la selección en la final del mundial a
manos de la moderna versión de la Luftwaffe es la ilusión del juego, es la
vuelta al niño interior, el que hacía un pleno uso de su imaginación y por un
minuto soñaba con el primo agente de la CIA, con el vecino que conoció a John
Lennon en persona o con ese humilde número cinco santafesino al que le queda
merengue en las dos tapitas de las merengadas.
Es que Mascherano, mi tío y mi viejo eran, son y
serán siempre personas comunes.
Ninguno va a ser capaz de “Romper un Nokia 1100” ni “rechazar la oferta
de Vito Corleone” o “saber quien se tomó todo el vino”.
Pero van a lograr que, por un momento, yo crea
que sí. Que si se puede.
Si, se puede... Yo tengo un amigo (bueno, muy a mi pesar, más virtual que físico) que tiene un blog de extraordinario ingenio donde se navega entre la filosofía, sociología y la dosis necesaria de humor pero donde es casi imposible comentar... generalmente termina leyendo lo post de pie y aplaudiendo. Ah, ¿no me creen?. leanlo (claro que nunca rechazaría la oferta de Don Vito... creo)
ResponderEliminarMe cae bien Anónimo!
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