martes, 24 de marzo de 2020

El tiempo se detuvo


Esa mañana fue una de esas donde el despertador se funde en la fantasía del sueño. Mientras corría por las escaleras internas del edificio de su infancia, huyendo de alguna travesura infantil entre risas nerviosas y respiraciones agitadas, Pablo empezó a sentir un ruido en el fondo. En su sueño empezó a correr más rápido, a saltar escalones, a doblar desprolijamente en los descansos. El ruido se acercaba cada vez más, como una sirena de auto bomba trepando por una avenida. Un salto de muchos escalones se vuelve eterno y de repente el quiebre. Un ojo abierto, la cortina de la habitación y el sonido irritante del despertador. Un manotazo torpe lo silencia momentáneamente, brindándole 10 minutos más de sueño. Esta vez no hay vivencias. En un cerrar y abrir de ojos, el despertador vuelve a sonar. Pablo esta vez se incorpora en la cama y apaga el despertador con cara de pocos amigos. No han pasado 10 minutos. Es la hora en la que el despertador está configurado para sonar. Hubiera jurado que se había despertado unos minutos atrás y había presionado la función de “snooze”. Pese a la confusión toma este hecho como una buena señal y decide disfrutar esos minutos ganados quedándose en la cama. Intenta dormitar unos minutos pero le es imposible. Vuelve a mirar el reloj y no había pasado ni un minuto. Todavía eran las 7:30. Pablo se agita. “¡El reloj no funciona y me quedé dormido!” descubre para sí mismo. Agitado se levanta con apuro y corre hasta el baño, a abrir la ducha. Una afeitada rápida y desprolija, pone agua a hervir y mientras prepara la tabla para planchar una camisa, enciende el televisor para ver, fundamentalmente, el pronóstico del clima. Para su sorpresa, el reloj del informativo marcaba la misma hora: 7:30. “Claramente no estoy teniendo un buen día” se dice a si mismo y decide tomarse las cosas con calma. Desayuna como todos los días, termina de planchar su camisa y con la misma serenidad de cada día, se dispone a salir para ir a trabajar. Antes de abrir la puerta de su departamento, mira su teléfono celular. Seguía marcando las 7:30.
Abre la puerta de su departamento, sale al pasillo, cierra con dos vueltas de llave y al dar unos pasos, su celular estalla en notificaciones: 3 llamadas perdidas de su jefe y varios mensajes de sus compañeros consultándole si todo estaba bien. Es entonces que se da cuenta que el reloj de su teléfono celular marcaba las 11:20.

Ese día no comentó lo sucedido a nadie en el trabajo. Simplemente se limitó a recuperar el tiempo perdido y cumplir con los retrasos que su demora había generado. Un poco más tarde de lo habitual, a las 19hs, partió nuevamente rumbo a su hogar. Una hora después estaba ingresando nuevamente a su departamento.

Pablo se sacó el traje, ritual que repetía cada tarde a su regreso. Prolijamente separó la camisa dentro de la bolsa para la tintorería y colgó en el placard, en su funda correspondiente, el pantalón y saco de su ambo. Acomodó los zapatos bajo la cama y se dirigió a la cocina. En su apuro laboral para ponerse al día había omitido el almuerzo por lo qué, con lo que encontró en la heladera, se preparó algo para comer. De parado, sobre la mesada de la cocina, comió unos huevos revueltos con jamón. Pacientemente lavó el plato y los utensilios de cocina y se sentó en el sillón. Para su sorpresa, al observar el reloj del decodificador de la televisión, seguían siendo las 20:03, el mismo horario en el que había arribado a su hogar, hace ya casi una hora.

Pablo recordó lo que había pasado esa misma mañana y decidió hacer un experimento. Se acercó hasta la puerta y miró su teléfono celular: 20:03. Abrió la puerta y nada. El reloj seguía marcando el mismo horario. Pero en cuanto dio un paso y puso ambos pies por fuera de su departamento, el reloj de su celular automáticamente cambió a la hora actual, indicando las 20:46. Casi sin creerlo, Pablo volvió a ingresar a su departamento y esperó sentado durante largos minutos que el reloj de su celular cambiara. Nunca ocurrió. Pese a su mirada insistente, se mantuvo paralizado en las 20.46.

Al encender la televisión, ocurrió lo que Pablo esperaba: La imagen en todos los canales estaba presa de un loop de 60 segundos. Cualquiera fuera el canal que eligiera, irremediablemente a los 60 segundos la escena volvía atrás y comenzaba nuevamente. Los sitios de internet cargaban con total facilidad, pero era imposibles actualizarlos al cabo de 60 segundos. Lo mismo ocurría también con los programas de radio. En ese momento Pablo recordó que jugaba su equipo de fútbol favorito, por lo que cada 1 minuto salía al pasillo de su edificio, para poder ver el partido completo.

Mientras Pablo estaba dentro de su departamento, el tiempo se detenía. Allí dentro Pablo no tenía sueño, no tenía hambre y no tenía nada de qué preocuparse. Pero en cuanto ponía ambos pies por fuera del departamento, el tiempo se actualizaba y avanzaba hasta el momento que correspondía, de acuerdo al tiempo que Pablo se hubiera quedado dentro de su departamento.

La primera noche no durmió. Temiendo volver a quedarse dormido, simplemente se mantuvo realizando tareas durante la noche, saliendo de tanto en tanto al pasillo para acomodar los relojes. Incluso notó que por su ventana seguía siendo de noche, aún ya entrada la mañana, pues aún no había salido. Lo positivo, pensó, es que no tenía sueño, hambre ni cansancio. Una sensación de adrenalina, curiosidad y  sorpresa lo mantenía en pie. Se vistió como cada mañana y salió al pasillo, era hora de ir a trabajar. Cerró la puerta y se dirigió a su lugar de trabajo.

Ese día Pablo estuvo desatento, con sueño y un hambre inusitado. Las tareas lo encontraban disperso, únicamente pensando en qué era lo que estaba ocurriendo, porqué ocurría y si en algún momento las cosas volverían a su curso habitual. Ese día volvió a su casa con una compañera de trabajo que le había solicitado prestados unos apuntes de la facultad. Al ingresar, como Pablo sospechaba, el tiempo se detuvo. Para evitar sospechas, no encendió la televisión mientras buscaba los apuntes. La conversación fluía naturalmente e incluso, en un momento que su visita fue al baño, adelantó el reloj de agujas de la cocina, ese tan horriblemente práctico que le habían regalado en la inmobiliaria cuando compró el departamento. La visita salió consternada del baño. Se le había roto el celular. Internet no funcionaba, el reloj tampoco. “Se colgó” dijo. Pablo inventó una experiencia pasada similar y entre frases hechas sobre lo descartable de la tecnología y comentarios sobre los apuntes de Historia del pensamiento económico, empezó de a poco a invitarla a retirarse. Mientras la saludaba apoyado en el marco de su puerta, su invitada le gritó mientras ingresaba al ascensor “¡Se arregló el celu!”. Pablo sonrió y volvió a ingresar.

Con el paso de los días el ejercicio de salir regularmente se hizo engorroso. Dejó de mirar televisión e incluso ya no navegaba por Internet. Los días de semana mantenían cierta habitualidad basadas en las obligaciones laborales, los compromisos sociales y la rutina. Los fines de semana se volvían engorrosos. Casi no podía dormir, se alimentaba de forma irregular e inadecuada y la constante sensación de estar llegando tarde a ningún lugar empezaban a afectar su ánimo. La lectura se le había vuelto una tarea tediosa y hasta llegó a sospechar que al ser la única viable, estaba perdiendo notoriamente la sensación de placer que le causara en tiempos anteriores.

Un jueves ocurrió un hecho que produjo un quiebre. Volviendo de su trabajo, Pablo se tropezó en la calle y tuvo un fuerte traumatismo en una de sus rodillas. El dolor era insoportable, pero claramente no era una lesión de gravedad. Al ingresar a su casa se puso hielo e incluso tomó un analgésico, pero el dolor no se detenía. Y claramente, nunca iba a hacerlo. Esa noche la pasó en el hall de su edificio, con una bolsa de hielo sobre su rodilla.

A partir de entonces empezó a entender. Al no pasar el tiempo, no era posible que tuviera sueño ni hambre. No iba a poder curarse en caso de tener una enfermedad, pero del mismo modo no podría contraer ninguna que no tuviera previamente. No tenía necesidad de higienizarse (lo cual aprendió de mala manera al salir un miércoles luego de un fin de semana largo, apestando a zorrino) ni tampoco tendría ningún otro impulso que durase más de sesenta segundos.

Al poco tiempo ocurrió lo inevitable: Una cadena de errores y olvidos lo llevaron a quedarse sin trabajo. Inmediatamente pensó en buscar otro, pero una idea lo frenó en su impulso: De quedarse en su casa, no necesitaría nunca más el dinero, ni para alimentos, ni para impuestos, ni para nada más. Eso lo llevó a quedarse dentro por más tiempo del debido. Entonces empezó a trabajar distintas hipótesis: ¿Cuántos días llevaba dentro? ¿Hace cuanto tiempo no se alimentaba? ¿Había bebido agua? ¿Sería prudente salir o podría morir de inanición? ¿Quedaría deshidratado instantáneamente al atravesar la puerta? ¿Habría tenido un ACV, un incidente cardíaco durante ese tiempo que el desconocía? Esa indecisión lo llevó a dudar, sin saber por cuanto tiempo. Mientras estuviera dentro de su casa, sus padres estarían siempre vivos. Sus hermanos, sus seres queridos. Cada cual tenía sus familias, todos eran felices dentro de lo posible y así seguirían. Sin él, es cierto, pero con el tiempo se acostumbrarían. Ya no podía comunicarse con ninguno de ellos por teléfono ni por Internet. No podía salir para enviar una carta. Tampoco arrojarles un juego de llaves para recibir su visita. Solamente quedaba la opción de esperar que alguno se acercara a su puerta, lo cual nunca ocurrió.

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