Esa
mañana fue una de esas donde el despertador se funde en la
fantasía del sueño. Mientras corría por las escaleras internas del
edificio de su infancia, huyendo de alguna travesura infantil entre
risas nerviosas y respiraciones agitadas, Pablo empezó a sentir un
ruido en el fondo. En su sueño empezó a correr más rápido, a
saltar escalones, a doblar desprolijamente en los descansos. El ruido
se acercaba cada vez más, como una sirena de auto bomba trepando por
una avenida. Un salto de muchos escalones se vuelve eterno y de
repente el quiebre. Un ojo abierto, la cortina de la habitación y el
sonido irritante del despertador. Un manotazo torpe lo silencia
momentáneamente, brindándole 10 minutos más de sueño. Esta vez no
hay vivencias. En un cerrar y abrir de ojos, el despertador vuelve a
sonar. Pablo esta vez se incorpora en la cama y apaga el despertador
con cara de pocos amigos. No han pasado 10 minutos. Es la hora en la
que el despertador está configurado para sonar. Hubiera jurado que
se había despertado unos minutos atrás y había presionado la
función de “snooze”. Pese a la confusión toma este hecho como
una buena señal y decide disfrutar esos minutos ganados quedándose
en la cama. Intenta dormitar unos minutos pero le es imposible.
Vuelve a mirar el reloj y no había pasado ni un minuto. Todavía
eran las 7:30. Pablo se agita. “¡El reloj no funciona y me quedé
dormido!” descubre para sí mismo. Agitado se levanta con apuro y
corre hasta el baño, a abrir la ducha. Una afeitada rápida y desprolija, pone agua a hervir y mientras prepara la tabla para
planchar una camisa, enciende el televisor para ver,
fundamentalmente, el pronóstico del clima. Para su sorpresa, el
reloj del informativo marcaba la misma hora: 7:30. “Claramente no
estoy teniendo un buen día” se dice a si mismo y decide tomarse
las cosas con calma. Desayuna como todos los días, termina de
planchar su camisa y con la misma serenidad de cada día, se dispone
a salir para ir a trabajar. Antes de abrir la puerta de su
departamento, mira su teléfono celular. Seguía marcando las 7:30.
Abre
la puerta de su departamento, sale al pasillo, cierra con dos vueltas de llave y al
dar unos pasos, su celular estalla en
notificaciones: 3 llamadas perdidas de su jefe y varios mensajes de
sus compañeros consultándole si todo estaba bien. Es entonces que
se da cuenta que el reloj de su teléfono celular marcaba las 11:20.
Ese
día no comentó lo sucedido a nadie en el trabajo. Simplemente se
limitó a recuperar el tiempo perdido y cumplir con los retrasos que
su demora había generado. Un poco más tarde de lo habitual, a las
19hs, partió nuevamente rumbo a su hogar. Una hora después estaba
ingresando nuevamente a su departamento.
Pablo
se sacó el traje, ritual que repetía cada tarde a su regreso.
Prolijamente separó la camisa dentro de la bolsa para la tintorería
y colgó en el placard, en su funda correspondiente, el pantalón y
saco de su ambo. Acomodó los zapatos bajo la cama y se dirigió a la
cocina. En su apuro laboral para ponerse al día había omitido el
almuerzo por lo qué, con lo que encontró en la heladera, se preparó algo para comer. De parado, sobre la mesada
de la cocina, comió unos huevos revueltos con jamón. Pacientemente
lavó el plato y los utensilios de cocina y se sentó en el sillón.
Para su sorpresa, al observar el reloj del decodificador de la
televisión, seguían siendo las 20:03, el mismo horario en el que
había arribado a su hogar, hace ya casi una hora.
Pablo
recordó lo que había pasado esa misma mañana y decidió hacer un
experimento. Se acercó hasta la puerta y miró su teléfono celular:
20:03. Abrió la puerta y nada. El reloj seguía marcando el mismo
horario. Pero en cuanto dio un paso y puso ambos pies por fuera de su
departamento, el reloj de su celular automáticamente cambió a la
hora actual, indicando las 20:46. Casi sin creerlo, Pablo volvió a
ingresar a su departamento y esperó sentado durante largos minutos
que el reloj de su celular cambiara. Nunca ocurrió. Pese a su mirada
insistente, se mantuvo paralizado en las 20.46.
Al
encender la televisión, ocurrió lo que Pablo esperaba: La imagen en
todos los canales estaba presa de un loop de 60 segundos. Cualquiera
fuera el canal que eligiera, irremediablemente a los 60 segundos la
escena volvía atrás y comenzaba nuevamente. Los sitios de internet
cargaban con total facilidad, pero era imposibles actualizarlos al
cabo de 60 segundos. Lo mismo ocurría también con los programas de
radio. En ese momento Pablo recordó que jugaba su equipo de fútbol
favorito, por lo que cada 1 minuto salía al pasillo de su edificio,
para poder ver el partido completo.
Mientras
Pablo estaba dentro de su departamento, el tiempo se detenía. Allí
dentro Pablo no tenía sueño, no tenía hambre y no tenía nada de
qué preocuparse. Pero en cuanto ponía ambos pies por fuera del
departamento, el tiempo se actualizaba y avanzaba hasta el momento
que correspondía, de acuerdo al tiempo que Pablo se hubiera quedado
dentro de su departamento.
La
primera noche no durmió. Temiendo volver a quedarse dormido,
simplemente se mantuvo realizando tareas durante la noche, saliendo
de tanto en tanto al pasillo para acomodar los relojes. Incluso notó
que por su ventana seguía siendo de noche, aún ya entrada la
mañana, pues aún no había salido. Lo positivo, pensó, es que no
tenía sueño, hambre ni cansancio. Una sensación de adrenalina,
curiosidad y sorpresa lo mantenía en pie. Se vistió como cada
mañana y salió al pasillo, era hora de ir a trabajar. Cerró la
puerta y se dirigió a su lugar de trabajo.
Ese
día Pablo estuvo desatento, con sueño y un hambre inusitado. Las
tareas lo encontraban disperso, únicamente pensando en qué era lo
que estaba ocurriendo, porqué ocurría y si en algún momento las
cosas volverían a su curso habitual. Ese día volvió a su casa con
una compañera de trabajo que le había solicitado prestados unos
apuntes de la facultad. Al ingresar, como Pablo sospechaba, el tiempo
se detuvo. Para evitar sospechas, no encendió la televisión
mientras buscaba los apuntes. La conversación fluía naturalmente e
incluso, en un momento que su visita fue al baño, adelantó el reloj
de agujas de la cocina, ese tan horriblemente práctico que le habían
regalado en la inmobiliaria cuando compró el departamento. La visita
salió consternada del baño. Se le había roto el celular. Internet
no funcionaba, el reloj tampoco. “Se colgó” dijo. Pablo inventó
una experiencia pasada similar y entre frases hechas sobre lo
descartable de la tecnología y comentarios sobre los apuntes de
Historia del pensamiento económico, empezó de a poco a invitarla a
retirarse. Mientras la saludaba apoyado en el marco de su puerta, su
invitada le gritó mientras ingresaba al ascensor “¡Se arregló el
celu!”. Pablo sonrió y volvió a ingresar.
Con
el paso de los días el ejercicio de salir regularmente se hizo
engorroso. Dejó de mirar televisión e incluso ya no navegaba por
Internet. Los días de semana mantenían cierta habitualidad basadas
en las obligaciones laborales, los compromisos sociales y la rutina.
Los fines de semana se volvían engorrosos. Casi no podía dormir, se
alimentaba de forma irregular e inadecuada y la constante sensación
de estar llegando tarde a ningún lugar empezaban a afectar su ánimo.
La lectura se le había vuelto una tarea tediosa y hasta llegó a
sospechar que al ser la única viable, estaba perdiendo notoriamente
la sensación de placer que le causara en tiempos anteriores.
Un
jueves ocurrió un hecho que produjo un quiebre. Volviendo de su
trabajo, Pablo se tropezó en la calle y tuvo un fuerte traumatismo
en una de sus rodillas. El dolor era insoportable, pero claramente no
era una lesión de gravedad. Al ingresar a su casa se puso hielo e
incluso tomó un analgésico, pero el dolor no se detenía. Y
claramente, nunca iba a hacerlo. Esa noche la pasó en el hall de su
edificio, con una bolsa de hielo sobre su rodilla.
A
partir de entonces empezó a entender. Al no pasar el tiempo, no era
posible que tuviera sueño ni hambre. No iba a poder curarse en caso
de tener una enfermedad, pero del mismo modo no podría contraer
ninguna que no tuviera previamente. No tenía necesidad de
higienizarse (lo cual aprendió de mala manera al salir un miércoles
luego de un fin de semana largo, apestando a zorrino) ni tampoco
tendría ningún otro impulso que durase más de sesenta segundos.
Al
poco tiempo ocurrió lo inevitable: Una cadena de errores y olvidos
lo llevaron a quedarse sin trabajo. Inmediatamente pensó en buscar
otro, pero una idea lo frenó en su impulso: De quedarse en su
casa, no necesitaría nunca más el dinero, ni para alimentos, ni
para impuestos, ni para nada más. Eso lo llevó a quedarse dentro
por más tiempo del debido. Entonces empezó a trabajar distintas
hipótesis: ¿Cuántos días llevaba dentro? ¿Hace cuanto tiempo no
se alimentaba? ¿Había bebido agua? ¿Sería prudente salir o podría
morir de inanición? ¿Quedaría deshidratado instantáneamente al
atravesar la puerta? ¿Habría tenido un ACV, un incidente cardíaco
durante ese tiempo que el desconocía? Esa indecisión lo llevó a
dudar, sin saber por cuanto tiempo. Mientras estuviera dentro de su
casa, sus padres estarían siempre vivos. Sus hermanos, sus seres
queridos. Cada cual tenía sus familias, todos eran felices dentro de
lo posible y así seguirían. Sin él, es cierto, pero con el tiempo
se acostumbrarían. Ya no podía comunicarse con ninguno de ellos por
teléfono ni por Internet. No podía salir para enviar una carta.
Tampoco arrojarles un juego de llaves para recibir su visita.
Solamente quedaba la opción de esperar que alguno se acercara a su
puerta, lo cual nunca ocurrió.
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