domingo, 29 de marzo de 2020

Necesito encontrarte


Carlos tuvo un presentimiento raro el primer día, y siendo ya de noche, marcó con un círculo rojo en el calendario que colgaba atrás de la puerta de la cocina el número 17. Lo marcó fabulando un eventual juicio, en el que lo llamarían a declarar y el podría decir “Si, recuerdo el jueves 17 de marzo. Ese día pregunté por Patricia en la oficina y nadie sabía de ella. El día anterior habíamos estado charlando todos juntos, hablando de que llevaba más de una década trabajando en la compañía. Pero de repente, ese jueves no vino a trabajar. A nadie parecía importarle. Cuando pregunté, todos coincidían en no saber de lo que hablaba. Aunque pensé que era una broma, al llegar a casa lo marqué en el calendario, para no olvidarme de la fecha”.

Lo cierto era que Carlos tenía algunos problemas que lo hacían desconfiar. No era la primera vez que tenía episodios de amnesia o desorientación, pero desde que había realizado el tratamiento era la primera vez que sospechaba tener alguno de los síntomas.

El viernes decidió no preguntar nada, esperando que en algún momento apareciera Patricia o algún compañero no resistiera la tentación y confesara la broma. Pero las horas pasaron y todos actuaban a la perfección: nadie daba ni el más ligero indicio de estar mintiendo u ocultando algo. Patricia no estaba, pero lo que es peor, todos negaban su existencia, haberla conocido, saber de qué estaba hablando Carlos.

Esa tarde Carlos hizo una escala en un café cercano al trabajo, necesitaba pensar un poco, ordenar los hechos, tratar de encontrarle la vuelta. ¿Patricia había dicho algo de cambiar de trabajo? ¿Se iba de vacaciones? ¿Había mostrado algún síntoma de enfermedad? Pero si alguna de estas fuera la causa de su ausencia, ¿Por qué todos los compañeros negaban su existencia? ¿Por qué nadie la conocía ni la recordaba? Carlos llamó al mozo y le preguntó

―Disculpe, ¿Hoy es 18 de Marzo verdad?
―Todo el día -respondió el mozo
―Y estamos en Argentina y el campeón de América es River ¿no?
―Mal que me pese, la respuesta es en ambos casos que sí.

Carlos sonrío con un poco de alivio y pagó. Si bien eso ayudaba a descartar algún episodio de amnesia, no lograba echar luz sobre la broma de sus compañeros. Volviendo a su hogar, unos metros antes de la entrada del edificio, comenzó a buscar en su bolso las llaves que no aparecían. Como un brusco descenso de temperatura lo agarró desprevenido, se relajó pensando “igual cuando llegue al edificio me abre Rubén, el seguridad y las busco en el ascensor”. Al llegar se sorprendió al no encontrar al guardia de seguridad, lo que lo obligó a buscar nuevamente y a la intemperie dentro del bolso por las llaves. Subió a su departamento y antes de ponerse cómodo, fue a verificar el calendario detrás de la puerta. El día 17 estaba marcado y con la misma lapicera marcó el día 18. En el cuadrado blanco del día escribió “Hoy Patricia tampoco fue a trabajar”.

El sábado comenzó con la rutina de siempre: mirar fútbol internacional en la cama. Desayuno tranquilo y el engorroso plan de ir al supermercado y al lavadero. El primer paso sería dejar la ropa a la ida, sino el lunes tendría que ir al trabajo con algo muy viejo o sucio. Con un poco de suerte y quizás haciendo un poco de tiempo tomando un café, podría volver al departamento con los víveres y la ropa limpia, para no salir dos veces. Pero al doblar en la esquina, con las dos bolsas de ropa sucia, notó que extrañamente el lavadero estaba cerrado. No había carteles que indicasen el motivo, ni una eventual demora. Contrariado, decidió regresar a dejar las bolsas, para realizar la compra menos cargado.

Esa misma noche decidió ir al cine. Al salir, volvió a notar la ausencia del guardia de seguridad del edificio. Una vez en el cine eligió la película que más le llamó la atención por el título. No se había integrado a la moda de las reseñas por Internet, las compras electrónicas y el bombardeo de tráilers. Decidido se acercó al mostrador y le indicó a la chica que lo atendió:

―Una entrada para “La masacre de Rivers” por favor. -y enseguida agregó- para la función de hoy, sábado 19, 22:30hs.

La chica que lo atendía no prestó mayor atención a la especificidad del pedido y mientras masticaba ordinariamente un chicle, le espetó:

―Fila siete tenés en el medio, sino más arriba pero en los costados -dijo con tono monocorde y sin despegar la vista de la pantalla.
―Sí, fila siete está perfecto.

Pagó en efectivo y chequeó el día y la hora en el ticket que le entregaron. Al volver del cine encontró a un vecino en el ascensor, al que le consultó sobre la ausencia del guardia de seguridad:

―¿Tenés idea qué pasó con Rubén, el de seguridad?
―¿Qué Rubén?
―El guardia de seguridad que trabajaba acá… ayer no lo ví y hoy tampoco.
―No sé de qué me hablás, nunca tuvimos guardia de seguridad.

El ascensor se abrió en el piso del vecino. El mismo mientras se iba y ensayaba un saludo, lo miró con una sonrisa extraña, una mezcla entre burla, simpatía y desentendimiento. Carlos llegó apresurado a su departamento y remarcó el día 19 con la lapicera roja. Debajo, en el cuadrito escribió “El de seguridad tampoco está”. Trató de calmarse con un vaso de agua y enseguida fue al botiquín del baño, para buscar su medicación. Si bien había dejado de tomarla hace unos meses, todavía quedaban algunas pastillas y no estaban vencidas. El mero hecho de tenerlas le devolvió la tranquilidad. “Tengo que pensar, tengo que pensar” se repetía sentado en la cocina, con ambas manos sosteniéndole la cabeza y los codos apoyados sobre la mesa. “Tengo que pensar bien en lo que está pasando”. Esa noche antes de dormir llamó a Patricia, pero no tuvo respuesta. El contestador genérico de la compañía telefónica le indicó el número al cual había llamado. Le dejó un mensaje: “Patricia, soy Carlos. Necesito encontrarte”.

El amanecer del domingo lo encontró mal dormido, cansado. Decidió bajar a la panadería y al pasar por el mueble de recepción en la planta baja del edificio, notó que hasta se habían llevado la silla que utilizaba el guardia. Una vez en la panadería, aprovechando la cercanía del local con el lavadero, le preguntó a quien lo atendía:

―Escuchame, ¿tenés idea cuando abre el lavadero de al lado?
―¿Qué lavadero? ¿El de autos de la otra cuadra? Está abierto ahora, creo.
―No, el lavadero… el de ropa, el de al lado, el de las dos hermanas
―¿Qué hermanas?
―Acá al lado, pasando el edificio naranja, el lavadero de las persianas verdes… 

Mientras decía esto, Carlos empezó a sentir que se le venía el mundo abajo. Sudor frío corriendo por la espalda y una súbita agitación lo forzaron a apoyarse sobre el mostrador. Casi sin terminar de recuperarse, se apresuró y corrió a la puerta para constatar que, junto al edificio naranja, donde siempre había estado el lavadero, no había un local de persianas verdes sino un lujoso dúplex de tejas negras. Salió a la calle y comenzó a caminar. Al pasar por un puesto de diarios, se cercioró de la fecha. Era domingo, era 20, era Marzo.

Volvió corriendo a su casa, mientras en el teléfono celular buscaba desesperadamente el número de su médico de cabecera, el Dr. Moyá. Entrando al edificio lo encontró y marcó desesperadamente. Una voz femenina respondió en el otro extremo:

―Hola
―Buenos días, yo soy paciente del Dr. Moyá, me atiendo con él hace años, mi nombre es Carlos Amato… 

Al poco tiempo Carlos notó que al ingresar al ascensor, la comunicación se había cortado y no había respuesta del otro lado. Llegó a su piso, sacó las llaves, ingresó al departamento y mientras caminaba hacia el baño en busca de las pastillas, presionó “llamar” sobre su última comunicación. La misma voz atendió nuevamente, esta vez con un tono inquisitivo:

―¿Hola?
―Hola si, yo llamé recién, mi nombre es Carlos Amato, soy paciente del Dr. Moyá, me atiendo con él hace años, ¿me podría comunicar con él?
―¿Con quién? -preguntó la mujer
―Con el Dr. Moyá. Roberto Moyá, yo soy paciente de él.
―No, número equivocado.
―Por favor, no me corte -interrumpió Carlos- ¿este teléfono es el que termina en cero, cero, cuatro, cuatro?
―Si, pero es mi número y no conozco a ningún Dr. Moyano.
―Moyá. Roberto Moyá -corrigió Carlos.
―Ni Moyá, ni Moyano, es mi número y lo tengo hace años.

Carlos cortó automáticamente. Apurado tomó dos pastillas del frasco y con agua del lavabo, las ingirió. Caminó hasta su calendario, remarcó el día 20 en el calendario y simplemente anotó “Lavadero. Dr. Moyá”. Su siguiente recuerdo fue acostado en la cama. Las pastillas eran muy fuertes y siempre lo terminaban durmiendo súbitamente. Sintió que alguien más estaba en la habitación y al abrir los ojos, se encontró con unos seres, unos espectros humanoides oscuros que lo observaban con ojos inmensos y completamente abiertos y penetrantes mientras flotaban en el aire. En la habitación había no menos de ocho de estas figuras. Carlos quiso moverse e instantáneamente volvió a despertar, esta vez de verdad, solo en su habitación. Recordó, agitado por el pánico, que ese era uno de los efectos colaterales de su medicación. Ya era de noche, por lo que trató de volver a dormir para revisar toda la información al día siguiente.

La mañana del lunes lo encontró completamente aturdido. Las pastillas, los nervios y esa sensación de incertidumbre no lo dejaban descansar. Mientras se duchaba para ir a trabajar, tomó otra pastilla. Al salir de la ducha se llevó el frasco consigo y mientras se vestía, lo guardó en el bolso. Preparó un café y ansioso por salir a conversar, a ver gente, a tratar de solucionar lo que ocurría, salió sin comer nada, con el plan de pasar por la panadería a comprar algo y, de paso, disculparse por lo ocurrido el día anterior.

Al salir del edificio lo sorprendió lo vacía que estaba la calle. No sólo no circulaban autos, sino que no había ningún vehículo estacionado en la cuadra. “Deben estar arreglando algo y cortaron la cuadra” pensó para explicar la situación. Al doblar en la esquina, notó que al lado del chalet, donde ayer estaba la panadería, había un edificio imponente, de más de 20 pisos. Cruzó la calle sin mirar el tráfico y llegó hasta la puerta del lugar. Un encargado baldeaba los pisos mientras conversaba con alguien por teléfono. No quiso ni siquiera preguntar por la panadería ni el panadero. Solamente sacó otra pastilla del frasco y la tomó.

Caminó esa mañana hasta al trabajo, absorto de todo lo que pasaba a su alrededor y llegó a la puerta del edificio de su compañía. Se alegró de ver que estaba en el mismo lugar de siempre, que era igual que siempre, que existía. Pasó las puertas de vidrio y en el mostrador de recepción le pareció ver la silueta de espaldas de un hombre al que conocía. En ese instante escuchó que precisamente, estaba consultando por el:

―Buenos días, ¿Me podrías decir el interno de Carlos Amato por favor?

Carlos apoyó su tarjeta de ingreso sobre el lector. No escuchó el sonido de acceso permitido, sino que golpeó su pierna contra el molinete rígido. Volvió a apoyar la tarjeta sobre el lector y visualizó el que resultado era una luz roja que le negaba el acceso. Quiso hablar y no pudo. Su visión se volvió borrosa. Se le aflojaron las piernas. Volvieron a aparecer los entes oscuros, los humanoides que flotaban y lo observaban en su habitación:

-Desvanécete -le dijo una de las figuras mientras apoyaba una mano en su hombro.



No hay comentarios:

Publicar un comentario