Carlos tuvo un presentimiento raro el
primer día, y siendo ya de noche, marcó con un círculo rojo en el calendario
que colgaba atrás de la puerta de la cocina el número 17. Lo marcó fabulando un
eventual juicio, en el que lo llamarían a declarar y el podría decir “Si,
recuerdo el jueves 17 de marzo. Ese día pregunté por Patricia en la oficina y
nadie sabía de ella. El día anterior habíamos estado charlando todos juntos,
hablando de que llevaba más de una década trabajando en la compañía. Pero de
repente, ese jueves no vino a trabajar. A nadie parecía importarle. Cuando
pregunté, todos coincidían en no saber de lo que hablaba. Aunque pensé que era
una broma, al llegar a casa lo marqué en el calendario, para no olvidarme de la
fecha”.
Lo cierto era que Carlos tenía algunos
problemas que lo hacían desconfiar. No era la primera vez que tenía episodios
de amnesia o desorientación, pero desde que había realizado el tratamiento era la primera vez
que sospechaba tener alguno de los síntomas.
El viernes decidió no preguntar nada,
esperando que en algún momento apareciera Patricia o algún compañero no
resistiera la tentación y confesara la broma. Pero las horas pasaron y todos
actuaban a la perfección: nadie daba ni el más ligero indicio de estar
mintiendo u ocultando algo. Patricia no estaba, pero lo que es peor, todos
negaban su existencia, haberla conocido, saber de qué estaba hablando Carlos.
Esa tarde Carlos hizo una escala en un
café cercano al trabajo, necesitaba pensar un poco, ordenar los hechos, tratar
de encontrarle la vuelta. ¿Patricia había dicho algo de cambiar de trabajo? ¿Se
iba de vacaciones? ¿Había mostrado algún síntoma de enfermedad? Pero si alguna
de estas fuera la causa de su ausencia, ¿Por qué todos los compañeros negaban
su existencia? ¿Por qué nadie la conocía ni la recordaba? Carlos llamó al mozo
y le preguntó
―Disculpe, ¿Hoy es 18 de Marzo verdad?
―Todo el día -respondió el mozo
―Y estamos en Argentina y el campeón
de América es River ¿no?
―Mal que me pese, la respuesta es en
ambos casos que sí.
Carlos sonrío con un poco de alivio y
pagó. Si bien eso ayudaba a descartar algún episodio de amnesia, no lograba
echar luz sobre la broma de sus compañeros. Volviendo a su hogar, unos metros
antes de la entrada del edificio, comenzó a buscar en su bolso las llaves que
no aparecían. Como un brusco descenso de temperatura lo agarró desprevenido, se
relajó pensando “igual cuando llegue al edificio me abre Rubén, el seguridad y
las busco en el ascensor”. Al llegar se sorprendió al no encontrar al guardia de
seguridad, lo que lo obligó a buscar nuevamente y a la intemperie dentro del
bolso por las llaves. Subió a su departamento y antes de ponerse cómodo, fue a
verificar el calendario detrás de la puerta. El día 17 estaba marcado y con la
misma lapicera marcó el día 18. En el cuadrado blanco del día escribió “Hoy
Patricia tampoco fue a trabajar”.
El sábado comenzó con la rutina de
siempre: mirar fútbol internacional en la cama. Desayuno tranquilo y el
engorroso plan de ir al supermercado y al lavadero. El primer paso sería dejar
la ropa a la ida, sino el lunes tendría que ir al trabajo con algo muy viejo o
sucio. Con un poco de suerte y quizás haciendo un poco de tiempo tomando un
café, podría volver al departamento con los víveres y la ropa limpia, para no
salir dos veces. Pero al doblar en la esquina, con las dos bolsas de ropa
sucia, notó que extrañamente el lavadero estaba cerrado. No había carteles que
indicasen el motivo, ni una eventual demora. Contrariado, decidió regresar a
dejar las bolsas, para realizar la compra menos cargado.
Esa misma noche decidió ir al cine. Al
salir, volvió a notar la ausencia del guardia de seguridad del edificio. Una
vez en el cine eligió la película que más le llamó la atención por el título.
No se había integrado a la moda de las reseñas por Internet, las compras
electrónicas y el bombardeo de tráilers. Decidido se acercó al mostrador y le
indicó a la chica que lo atendió:
―Una entrada para “La masacre de
Rivers” por favor. -y enseguida agregó- para la función de hoy, sábado 19, 22:30hs.
La chica que lo atendía no prestó
mayor atención a la especificidad del pedido y mientras masticaba
ordinariamente un chicle, le espetó:
―Fila siete tenés en el medio, sino
más arriba pero en los costados -dijo con tono monocorde y sin despegar la
vista de la pantalla.
―Sí, fila siete está perfecto.
Pagó en efectivo y chequeó el día y la
hora en el ticket que le entregaron. Al volver del cine encontró a un vecino en
el ascensor, al que le consultó sobre la ausencia del guardia de seguridad:
―¿Tenés idea qué pasó con Rubén, el de
seguridad?
―¿Qué Rubén?
―El guardia de seguridad que trabajaba
acá… ayer no lo ví y hoy tampoco.
―No sé de qué me hablás, nunca tuvimos
guardia de seguridad.
El ascensor se abrió en el piso del
vecino. El mismo mientras se iba y ensayaba un saludo, lo miró con una sonrisa
extraña, una mezcla entre burla, simpatía y desentendimiento. Carlos llegó
apresurado a su departamento y remarcó el día 19 con la lapicera roja. Debajo,
en el cuadrito escribió “El de seguridad tampoco está”. Trató de calmarse con
un vaso de agua y enseguida fue al botiquín del baño, para buscar su
medicación. Si bien había dejado de tomarla hace unos meses, todavía quedaban
algunas pastillas y no estaban vencidas. El mero hecho de tenerlas le devolvió
la tranquilidad. “Tengo que pensar, tengo que pensar” se repetía sentado en la
cocina, con ambas manos sosteniéndole la cabeza y los codos apoyados sobre la
mesa. “Tengo que pensar bien en lo que está pasando”. Esa noche antes de dormir
llamó a Patricia, pero no tuvo respuesta. El contestador genérico de la
compañía telefónica le indicó el número al cual había llamado. Le dejó un
mensaje: “Patricia, soy Carlos. Necesito encontrarte”.
El amanecer del domingo lo encontró
mal dormido, cansado. Decidió bajar a la panadería y al pasar por el mueble de
recepción en la planta baja del edificio, notó que hasta se habían llevado la
silla que utilizaba el guardia. Una vez en la panadería, aprovechando la
cercanía del local con el lavadero, le preguntó a quien lo atendía:
―Escuchame, ¿tenés idea cuando abre el
lavadero de al lado?
―¿Qué lavadero? ¿El de autos de la
otra cuadra? Está abierto ahora, creo.
―No, el lavadero… el de ropa, el de al
lado, el de las dos hermanas
―¿Qué hermanas?
―Acá al lado, pasando el edificio
naranja, el lavadero de las persianas verdes…
Mientras decía esto, Carlos empezó a
sentir que se le venía el mundo abajo. Sudor frío corriendo por la espalda y
una súbita agitación lo forzaron a apoyarse sobre el mostrador. Casi sin
terminar de recuperarse, se apresuró y corrió a la puerta para constatar que,
junto al edificio naranja, donde siempre había estado el lavadero, no había un
local de persianas verdes sino un lujoso dúplex de tejas negras. Salió a la
calle y comenzó a caminar. Al pasar por un puesto de diarios, se cercioró de la
fecha. Era domingo, era 20, era Marzo.
Volvió corriendo a su casa, mientras
en el teléfono celular buscaba desesperadamente el número de su médico de
cabecera, el Dr. Moyá. Entrando al edificio lo encontró y marcó
desesperadamente. Una voz femenina respondió en el otro extremo:
―Hola
―Buenos días, yo soy paciente del Dr.
Moyá, me atiendo con él hace años, mi nombre es Carlos Amato…
Al poco tiempo Carlos notó que al
ingresar al ascensor, la comunicación se había cortado y no había respuesta del
otro lado. Llegó a su piso, sacó las llaves, ingresó al departamento y mientras
caminaba hacia el baño en busca de las pastillas, presionó “llamar” sobre su
última comunicación. La misma voz atendió nuevamente, esta vez con un tono
inquisitivo:
―¿Hola?
―Hola si, yo llamé recién, mi nombre
es Carlos Amato, soy paciente del Dr. Moyá, me atiendo con él hace años, ¿me
podría comunicar con él?
―¿Con quién? -preguntó la mujer
―Con el Dr. Moyá. Roberto Moyá, yo soy
paciente de él.
―No, número equivocado.
―Por favor, no me corte -interrumpió
Carlos- ¿este teléfono es el que termina en cero, cero, cuatro, cuatro?
―Si, pero es mi número y no conozco a
ningún Dr. Moyano.
―Moyá. Roberto Moyá -corrigió Carlos.
―Ni Moyá, ni Moyano, es mi número y lo
tengo hace años.
Carlos cortó automáticamente. Apurado
tomó dos pastillas del frasco y con agua del lavabo, las ingirió. Caminó hasta
su calendario, remarcó el día 20 en el calendario y simplemente anotó
“Lavadero. Dr. Moyá”. Su siguiente recuerdo fue acostado en la cama. Las
pastillas eran muy fuertes y siempre lo terminaban durmiendo súbitamente.
Sintió que alguien más estaba en la habitación y al abrir los ojos, se encontró
con unos seres, unos espectros humanoides oscuros que lo
observaban con ojos inmensos y completamente abiertos y penetrantes
mientras flotaban en el aire. En la habitación había no menos de ocho de estas
figuras. Carlos quiso moverse e instantáneamente volvió a despertar, esta vez
de verdad, solo en su habitación. Recordó, agitado por el pánico, que ese era
uno de los efectos colaterales de su medicación. Ya era de noche, por lo que
trató de volver a dormir para revisar toda la información al día siguiente.
La mañana del lunes lo encontró
completamente aturdido. Las pastillas, los nervios y esa sensación de
incertidumbre no lo dejaban descansar. Mientras se duchaba para ir a trabajar,
tomó otra pastilla. Al salir de la ducha se llevó el frasco consigo y mientras
se vestía, lo guardó en el bolso. Preparó un café y ansioso por salir a
conversar, a ver gente, a tratar de solucionar lo que ocurría, salió sin comer
nada, con el plan de pasar por la panadería a comprar algo y, de paso,
disculparse por lo ocurrido el día anterior.
Al salir del edificio lo sorprendió lo
vacía que estaba la calle. No sólo no circulaban autos, sino que no había
ningún vehículo estacionado en la cuadra. “Deben estar arreglando algo y
cortaron la cuadra” pensó para explicar la situación. Al doblar en la esquina,
notó que al lado del chalet, donde ayer estaba la panadería, había un
edificio imponente, de más de 20 pisos. Cruzó la calle sin mirar el tráfico y
llegó hasta la puerta del lugar. Un encargado baldeaba los pisos mientras
conversaba con alguien por teléfono. No quiso ni siquiera preguntar por la
panadería ni el panadero. Solamente sacó otra pastilla del frasco y la tomó.
Caminó esa mañana hasta al trabajo,
absorto de todo lo que pasaba a su alrededor y llegó a la puerta del edificio
de su compañía. Se alegró de ver que estaba en el mismo lugar de siempre, que
era igual que siempre, que existía. Pasó las puertas de vidrio y en el
mostrador de recepción le pareció ver la silueta de espaldas de un hombre al
que conocía. En ese instante escuchó que precisamente, estaba consultando por
el:
―Buenos días, ¿Me podrías decir el
interno de Carlos Amato por favor?
Carlos apoyó su tarjeta de ingreso
sobre el lector. No escuchó el sonido de acceso permitido, sino que golpeó su
pierna contra el molinete rígido. Volvió a apoyar la tarjeta sobre el lector y
visualizó el que resultado era una luz roja que le negaba el acceso. Quiso
hablar y no pudo. Su visión se volvió borrosa. Se le aflojaron las piernas.
Volvieron a aparecer los entes oscuros, los humanoides que flotaban y lo
observaban en su habitación:
-Desvanécete -le dijo una de las
figuras mientras apoyaba una mano en su hombro.
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