viernes, 20 de marzo de 2020

Pero esa no es toda la verdad


Era una noche más tranquila de lo normal en Calamuchita. De no ser por el sonido intermitente de las cigarras, Rosa tranquilamente podría haber sospechado una abrupta sordera. El cielo estrellado que observaba desde su jardín frontal poco podía presagiar los nubarrones que aparecerían un rato después. Sentada en la reposera, aún no se decidía si preparar algo para cenar o “Tirar con el mate y los bizcochos de la tarde” hasta que se fuera a dormir. Esas eran sus mayores preocupaciones desde que hace más de veinte años había decidido escapar del bullicio, el ruido y la locura de la Capital Federal para comprar las tres casitas que alquilaba en el centro y retirarse a vivir humilde pero pacíficamente al costado del río, alejada del cemento.

A lo lejos escuchó un motor. “Será Carlos” pensó. Carlos es el plomero que estuvo en la semana haciendo arreglos en las casas, preparándolas para la temporada de vacaciones. Le había dicho que cuando terminara, iba a pasar a cobrar. Rosa estaba convencida que siendo viernes, iba a pasar si o si, para ir a tomarse todo el pago a algún barcito del pueblo. Para su sorpresa, el auto, un fiat antiguo, de los que no veía ni siquiera en el pueblo, era el que se acercaba y se detuvo frente a su tranquera. No era Carlos. No era nadie que ella reconociera. Del auto bajó una mujer que no pudo reconocer por la oscuridad que empezaba a reinar, pero a la que identificó instantáneamente por su voz:

―¡Rosa vieja chota! ¡Mierda que me costó encontrarte! ¡Abrí carajo que me comen los mosquitos!

Quien gritaba desde la tranquera no era otra persona que Estela, la mejor amiga de la infancia, adolescencia y parte de la juventud de Rosa. Vecinas del barrio de Liniers, compañeras de escuela y confidentes de todo. No se veían hace más de 20 años.

―Estela, ¿Sos vos? - Preguntó para confirmar
―No, si soy la Teresa de Calcuta que se perdió en estos caminos de mierda. ¡Dale, abrime!
―Está abierto, sacale el pasador nomás - Le indicó Rosa mientras se levantaba de la reposera
―Dale, dale, yo abro… vos quedate tranquila ahí nomás, no vaya a ser que te ataque el reuma.

Rosa se quedó inmóvil en la puerta de su casa. De todas las personas que habitan el planeta tierra, a la última que esperaba recibir esa noche era a Estela. Las cosas no habían quedado muy bien la última vez que se vieron y ella consideraba que el tiempo y la distancia habían hecho desaparecer cualquier atisbo de relación entre ellas. Estela torpemente maniobró el auto para ingresar y lo estacionó sin mucho cuidado. Ya sin la verborragia utilizada para romper el hielo y con la cercanía como principal inhibidor, se acercó a Rosa que estaba en la puerta y la saludó emocionada, al borde del llanto.

―Rosa…

Rosa no respondió verbalmente, sino que al verla tan frágil, estiró sus brazos ofreciendo un lugar para que pudiera descargar sus emociones. Estela se entregó al abrazo propuesto y rompió en llanto sobre el pecho de Rosa, que tímidamente la confortaba acariciando su espalda. El abrazo se extendió por unos minutos en los que Estela descargó tanta angustia retenida.

―Una se pone vieja y se pone chota y sensible -dijo Estela secándose las lágrimas.
―¡Pero dejate de joder Estelita! ¡No tenés que explicar nada! -respondió, aún escéptica, Rosa.
―Sabrás entender que son muchas cosas guardadas… ¡pero ya está! ¡ya está! ya vine, te encontré y quiero que charlemos un rato, nos pongamos al tanto.
―La verdad, me sorprende mucho verte ¡me hubieras avisado que venías y preparaba algo, mujer!
―Te quería dar una sorpresa… hasta en un momento encontré tu número de teléfono por las casas que alquilás, pero quería darte la sorpresa de venir así de la nada.
―¡Y lo hiciste Estelita! ¡Flor de sorpresa!
―Dale, vamos adentro que me estoy pillando hace un par de horas, vos poné el agua para el mate y charlamos.

Rosa se sintió invadida por Estela. La aparición sin aviso, el trato despreocupado olvidando lo pasado y su autoinvitación a pasar la incomodaban bastante. Aún así trató de disimular todo esto y mientras Estela pasaba al baño, cargó la pava con agua y prendió la hornalla. Estaba limpiando el mate cuando escucha las risas que suenan en el pasillo.

―¡Pequeños placeres de la vida! -le grita Estela desde el baño- ¡hacer pis sentada y con la puerta cerrada!

Rosa no responde. Solamente cierra los ojos maldiciendo por la situación y prepara en silencio el mate. Siente el ruido de la cadena del baño, el agua del lavabo y el ruido de la tecla de la luz.

―Fijate que no se te hierva el agua -indica Estela mientras se sienta en la silla.
―Sí Estela, tranquila que no se va a hervir… la garrafa esta tiene poca presión, o se está acabando, no sé, tarda una eternidad.
―Ufff, en el pabellón con la garrafita tardábamos una eternidad.

“En el pabellón”. Rosa estaba esperando que de alguna manera Estela rompiera el hielo y abriera el paso al motivo real por el que estaba allí sentada, el por qué había decidido reaparecer después de más de dos décadas sin hablarse, escribirse, mucho menos verse.

―Estela, vos sabés que yo…
―Olvidate Rosa, olvidate. Ni me expliques -interrumpió Estela- tanto tiempo adentro tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Ahora que te lo digo me parece una estupidez, pero si, tiene cosas buenas. Te puteé Rosa… no te imaginás lo que te puteé. Años deseándote los peores de los males. Años pensando que podría hacer yo para cagarte la vida como vos me la cagaste a mi, años. Pero eso fue al principio, los primeros años. Incluso verte cuando venías a la visita me daba más bronca. Ver que venías, entrabas, te excusabas, llorabas… ¡y después te ibas! ¡Te ibas y la boluda que se quedaba adentro era yo! Ahí fue la época donde más pensaba en como cagarte la vida a vos también. Incluso un día tenía una faca preparada para cuando vinieras a la visita. Me chupaba un huevo comerme treinta años más adentro. Pensé en cagarte a facazos, pero te salvó una vieja que estaba conmigo, me convenció de que no valía la pena. Decí que ya se murió, sino te mandaba a que le agradezcas.

Rosa empezaba a notar que sus peores miedos se hacían realidad. Si bien escaparse del ruido y el ritmo frenético de la ciudad habían sido una sabia elección desde el primer día en que llegó a Córdoba, en ese momento, en esa noche que empezaba a nublarse, empezaba a pensar que se había ido a vivir al lugar ideal para la venganza de Estela: Sola, en el medio de la nada, sin nadie que la escuche gritar, sin nadie que la vea a Estela marcharse. Aún con el agua ya lista y el segundo mate cebado, no se sentó en la mesa, sino que se quedó apoyada en la mesada, con las palmas sobre la piedra. No podía parar de pensar dónde estaba el cuchillo grande, el de cortar la carne.

―Vení Rosita, sentate que no te voy a hacer nada. Esos fueron los primeros años. Después me metí con las evangelistas, me conseguí un laburito ahi adentro y empecé a cambiar la mentalidad. Es todo cuestión de mantenerse ocupada ¿sabés? cuando hacés cosas durante el día te cambia el ánimo, no te metés en quilombos y a la noche dormís de corrido. ¿Sabés cuanto tiempo estuve sin dormir? ¡Años! años sin dormir, enbroncada, con miedo, envenenada, pensando en cómo habían pasado las cosas, en cómo un mínimo gesto, una palabra, hubiera cambiado todo.

―Estela, vos sabés que yo… -Estela volvió a interrumpir, centrada en su discurso
―Porque no era cuestión nada más de probar mi inocencia. Bueno, inocencia no, pero vos sabías que eras vos o yo, no había otra. Cuando llegaron los yutas estábamos nosotras dos y el muerto ahí tirado. Yo tenía el cuchillo, me resistí al arresto y ya desde ahí arranqué perdiendo. Después tu marido puso guita, tenía el conocido en el juzgado… y vos ni una palabra dijiste, nada. Veintiocho años me comí adentro. Nunca pude formar una familia, nunca tuve hijos, no pude terminar de estudiar. ¿Y vos qué hiciste con ese tiempo? ¿Eh? no veo por acá a tu marido ni a ninguna criatura.
―No… Ernesto me dejó a los pocos años. Para mí tampoco fue fácil, vivir con la culpa, vivir con esas imágenes…
―¡Ah sí, la culpa! ¡Qué terrible! -Casi que gritando, Estela gesticulaba irónicamente- Cuando me cagaban a palos yo pensaba “mejor esto que sentir la culpa que debe estar sintiendo Rosita”. ¡Pero dejate de joder nena! me cagaste, tuviste una oportunidad y acá estás, sola, sola como un perro. ¿Te da mucha tranquilidad sentarte en la puerta a tomar mate? no te debe querer nadie, porque la que garca una vez, garca siempre.
―Estela, vos me conocés, somos amigas desde muy chicas, todo eso me sobrepasó, Ernesto me fajaba y me prohibió que hablara, yo siempre fui muy cagona…
―¡Pero al ñato ese lo mataste vos! ¡Te lo cogías vos, amenazó con delatarte a vos y lo mataste vos! Me llamaste desesperada y yo como haría una buena amiga, ¡te ayudé sin preguntar nada! ¡lo mínimo que podrías haber hecho, aunque fuera años después, era hablar! pero no, venías a la visita con tu cara de pobrecita, me contabas cosas de tu vida y del país… ¡que me importaban tres carajos! ¡tres carajos! encima cuando te cagaba a puteadas, te ponías a llorar… pero soy mejor persona que vos Rosita, ¡mucho mejor!
―Estela, perdoname… sabés que tenés mucho tiempo todavía y yo nunca tuve como objetivo principal joderte a vos, yo nunca me pude volver a relacionar con nadie después de eso, la pasé mal y…

Rosa estalló nuevamente en llanto. Como en las visitas al penal, la persona que expresaba el sufrimiento, la congoja, el malestar, era ella. Estela casi que sentía pena, pero no se permitía ese sentimiento, no era justo con todo lo que ella había pasado.

―Ya te perdoné Rosita. Te perdoné hace tiempo. De hecho hace años te escribí sin obtener respuesta, calculo que ya estarías viviendo por acá. Y te confieso que en el camino para acá pensaba, mientras manejaba por la ruta. ¿Viste el auto? ¡Por favor, que cacharro! Me lo prestó el dueño de la pensión en la que estoy parando en Capital. Un gaucho el viejo, me parece que me la quiere dar. Un asqueroso. Te decía, pensaba mientras venía cómo iba a reaccionar al verte, cómo ibas a reaccionar vos… tenía un poco de miedo de sentir mucha bronca, mucha envidia, no sé… hasta tenía miedo de cómo podía llegar a reaccionar. Pero no che, nada de eso. Así chota y todo como sos, sos la única amiga que tuve y que tengo.

Rosa por primera vez en la noche cambió su semblante. A pesar de los años en la cárcel, ciertas virtudes de Estela comenzaban a aflorar y eso le daba tranquilidad. Es cierto, todas las verdades proferidas la habían enterrado en un sentimiento de culpa y tristeza, pero también eso le daba una leve sensación de justicia.

―¿Querés que te prepare algo para cenar? ¿Comiste? -preguntó Rosa, en extremo servicial.
―No, no, ya me voy. No te voy a mentir, no me interesa que me cuentes nada. Creo que necesitaba descargarme, decirte algunas cosas en la cara.

Estela empezaba lentamente a irse. Con tranquilidad se levantó de la silla, miró un poco la cocina y le sonrió a Rosa. Un auto se acercaba a la tranquera de entrada, lo que le dio tranquilidad a Rosa por la presencia de otras personas.

―Ese debe ser Carlos, el plomero. Me dijo que iba a pasar a cobrar unos trabajos que le mandé a hacer -dijo Rosa señalando la puerta, como tratando de tranquilizar a Estela.
―Bueno, vamos saliendo y ya que abrís, aprovecho para irme.

Ninguna de las dos hizo ademanes de alguna demostración de cariño. Estela dándole la espalda a Rosa abrió la puerta y comenzó a caminar rumbo al auto. Rosa, caminando detrás, se hacía visera sobre los ojos para divisar a Carlos detrás de las luces del auto estacionado frente a la tranquera.

―¿Viste que yo te dije que pensé mucho y que ya te había perdonado? -preguntó Estela y sin darle tiempo a Rosa a responder, prosiguió- bueno, eso es cierto. Pero esa no es toda la verdad. Un día, cuando vos ya no me visitabas más, me vino a visitar un pibe, de unos dieciocho años.

Rosa estaba prestando más atención al descenso de Carlos del vehículo que a lo que decía Estela. Casi sin dejar de mirar el auto, preguntó:

―¿Qué?
―Que no hace mucho, cuando ya vos no venías, me vino a ver un chico, como de unos dieciocho años… ¡de lindo el pendejo!

Rosa dejó de mirar al auto, ya preocupada y se acercó con un trotecito leve hasta donde estaba Estela, que seguía hablando:

―Educadito el pibe, no sabés, una ternura.Y así, con mucha vergüenza, me dijo que quería saber si era verdad que yo era inocente. Pensé que sería de alguna escuela o universidad, viste que a los chiquitos los mandan a hacer entrevistas y esas cosas… pero no, resulta que no.
―Escuchame Estela, no te subas al auto todavía que me parece que no es Carlos el del auto, no reconozco bien el modelo pero me parece que es otro.
―Yo al pibe le conté toda la historia y me vino a ver varias veces… hasta en una de las visitas le pregunté si no quería hacerme el servicio, ¿viste? se reía pobrecito. ¿Sabés quién era? el hijo del tipo que vos mataste. Había estado averiguando y me vino a ver.

Rosa se quedó congelada. Estela mientras hablaba no la miraba y ya estaba sentada en el asiento del conductor. Puso el auto en marcha.

―Nos costó encontrarte, pero bueno, una vez que nos enteramos de las casas de Calamuchita, el aviso en Internet y un par de preguntas en el pueblo nos solucionaron bastante rápido el tema. Yo quería cerciorarme que fueras vos, no vaya a ser cosa de hacer cagadas.

Rosa empezó a correr para la casa, desesperada.

―Rosa, no seas pelotuda -le dijo Estela mientras se bajaba del auto- las llaves de tu casa ya las agarré yo… ¿me vas hacer abrirle a mi?

Estela se bajó del auto y miró para la casa, Rosa había entrado y estaría buscando algún arma o quizás tratando de esconderse. Caminó unos pasos, le hizo una seña al conductor del vehículo para que bajara las luces, y corrió el pasador de la tranquera.

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