Era una noche más tranquila de lo
normal en Calamuchita. De no ser por el sonido intermitente de las
cigarras, Rosa tranquilamente podría haber sospechado una abrupta
sordera. El cielo estrellado que observaba desde su jardín frontal
poco podía presagiar los nubarrones que aparecerían un rato
después. Sentada en la reposera, aún no se decidía si preparar
algo para cenar o “Tirar con el mate y los bizcochos de la tarde”
hasta que se fuera a dormir. Esas eran sus mayores preocupaciones
desde que hace más de veinte años había decidido escapar del
bullicio, el ruido y la locura de la Capital Federal para comprar las
tres casitas que alquilaba en el centro y retirarse a vivir humilde
pero pacíficamente al costado del río, alejada del cemento.
A lo lejos escuchó un motor. “Será
Carlos” pensó. Carlos es el plomero que estuvo en la semana
haciendo arreglos en las casas, preparándolas para la temporada de
vacaciones. Le había dicho que cuando terminara, iba a pasar a
cobrar. Rosa estaba convencida que siendo viernes, iba a pasar si o
si, para ir a tomarse todo el pago a algún barcito del pueblo. Para
su sorpresa, el auto, un fiat antiguo, de los que no veía ni
siquiera en el pueblo, era el que se acercaba y se detuvo frente a su
tranquera. No era Carlos. No era nadie que ella reconociera. Del auto
bajó una mujer que no pudo reconocer por la oscuridad que empezaba a
reinar, pero a la que identificó instantáneamente por su voz:
―¡Rosa vieja chota! ¡Mierda que me
costó encontrarte! ¡Abrí carajo que me comen los mosquitos!
Quien gritaba desde la tranquera no era
otra persona que Estela, la mejor amiga de la infancia, adolescencia
y parte de la juventud de Rosa. Vecinas del barrio de Liniers,
compañeras de escuela y confidentes de todo. No se veían hace más
de 20 años.
―Estela, ¿Sos vos? - Preguntó para
confirmar
―No, si soy la Teresa de Calcuta que
se perdió en estos caminos de mierda. ¡Dale, abrime!
―Está abierto, sacale el pasador
nomás - Le indicó Rosa mientras se levantaba de la reposera
―Dale, dale, yo abro… vos quedate
tranquila ahí nomás, no vaya a ser que te ataque el reuma.
Rosa se quedó inmóvil en la puerta de
su casa. De todas las personas que habitan el planeta tierra, a la
última que esperaba recibir esa noche era a Estela. Las cosas no
habían quedado muy bien la última vez que se vieron y ella
consideraba que el tiempo y la distancia habían hecho desaparecer
cualquier atisbo de relación entre ellas. Estela torpemente maniobró
el auto para ingresar y lo estacionó sin mucho cuidado. Ya sin la
verborragia utilizada para romper el hielo y con la cercanía como
principal inhibidor, se acercó a Rosa que estaba en la puerta y la
saludó emocionada, al borde del llanto.
―Rosa…
Rosa no respondió verbalmente, sino
que al verla tan frágil, estiró sus brazos ofreciendo un lugar para
que pudiera descargar sus emociones. Estela se entregó al abrazo
propuesto y rompió en llanto sobre el pecho de Rosa, que tímidamente
la confortaba acariciando su espalda. El abrazo se extendió por unos
minutos en los que Estela descargó tanta angustia retenida.
―Una se pone vieja y se pone chota y
sensible -dijo Estela secándose las lágrimas.
―¡Pero dejate de joder Estelita! ¡No
tenés que explicar nada! -respondió, aún escéptica, Rosa.
―Sabrás entender que son muchas
cosas guardadas… ¡pero ya está! ¡ya está! ya vine, te encontré
y quiero que charlemos un rato, nos pongamos al tanto.
―La verdad, me sorprende mucho verte
¡me hubieras avisado que venías y preparaba algo, mujer!
―Te quería dar una sorpresa… hasta
en un momento encontré tu número de teléfono por las casas que
alquilás, pero quería darte la sorpresa de venir así de la nada.
―¡Y lo hiciste Estelita! ¡Flor de
sorpresa!
―Dale, vamos adentro que me estoy
pillando hace un par de horas, vos poné el agua para el mate y
charlamos.
Rosa se sintió invadida por Estela. La
aparición sin aviso, el trato despreocupado olvidando lo pasado y su
autoinvitación a pasar la incomodaban bastante. Aún así trató de
disimular todo esto y mientras Estela pasaba al baño, cargó la pava
con agua y prendió la hornalla. Estaba limpiando el mate cuando
escucha las risas que suenan en el pasillo.
―¡Pequeños placeres de la vida! -le
grita Estela desde el baño- ¡hacer pis sentada y con la puerta
cerrada!
Rosa no responde. Solamente cierra los
ojos maldiciendo por la situación y prepara en silencio el mate.
Siente el ruido de la cadena del baño, el agua del lavabo y el ruido
de la tecla de la luz.
―Fijate que no se te hierva el agua
-indica Estela mientras se sienta en la silla.
―Sí Estela, tranquila que no se va a
hervir… la garrafa esta tiene poca presión, o se está acabando,
no sé, tarda una eternidad.
―Ufff, en el pabellón con la
garrafita tardábamos una eternidad.
“En el pabellón”. Rosa estaba
esperando que de alguna manera Estela rompiera el hielo y abriera el
paso al motivo real por el que estaba allí sentada, el por qué
había decidido reaparecer después de más de dos décadas sin
hablarse, escribirse, mucho menos verse.
―Estela, vos sabés que yo…
―Olvidate Rosa, olvidate. Ni me
expliques -interrumpió Estela- tanto tiempo adentro tiene sus cosas
buenas y sus cosas malas. Ahora que te lo digo me parece una
estupidez, pero si, tiene cosas buenas. Te puteé Rosa… no te
imaginás lo que te puteé. Años deseándote los peores de los
males. Años pensando que podría hacer yo para cagarte la vida como
vos me la cagaste a mi, años. Pero eso fue al principio, los
primeros años. Incluso verte cuando venías a la visita me daba más
bronca. Ver que venías, entrabas, te excusabas, llorabas… ¡y
después te ibas! ¡Te ibas y la boluda que se quedaba adentro era
yo! Ahí fue la época donde más pensaba en como cagarte la vida a
vos también. Incluso un día tenía una faca preparada para cuando
vinieras a la visita. Me chupaba un huevo comerme treinta años más
adentro. Pensé en cagarte a facazos, pero te salvó una vieja que
estaba conmigo, me convenció de que no valía la pena. Decí que ya
se murió, sino te mandaba a que le agradezcas.
Rosa empezaba a notar que sus peores
miedos se hacían realidad. Si bien escaparse del ruido y el ritmo
frenético de la ciudad habían sido una sabia elección desde el
primer día en que llegó a Córdoba, en ese momento, en esa noche
que empezaba a nublarse, empezaba a pensar que se había ido a vivir
al lugar ideal para la venganza de Estela: Sola, en el medio de la
nada, sin nadie que la escuche gritar, sin nadie que la vea a Estela
marcharse. Aún con el agua ya lista y el segundo mate cebado, no se
sentó en la mesa, sino que se quedó apoyada en la mesada, con las
palmas sobre la piedra. No podía parar de pensar dónde estaba el
cuchillo grande, el de cortar la carne.
―Vení Rosita, sentate que no te voy
a hacer nada. Esos fueron los primeros años. Después me metí con
las evangelistas, me conseguí un laburito ahi adentro y empecé a
cambiar la mentalidad. Es todo cuestión de mantenerse ocupada
¿sabés? cuando hacés cosas durante el día te cambia el ánimo, no
te metés en quilombos y a la noche dormís de corrido. ¿Sabés
cuanto tiempo estuve sin dormir? ¡Años! años sin dormir,
enbroncada, con miedo, envenenada, pensando en cómo habían pasado
las cosas, en cómo un mínimo gesto, una palabra, hubiera cambiado
todo.
―Estela, vos sabés que yo… -Estela
volvió a interrumpir, centrada en su discurso
―Porque no era cuestión nada más de
probar mi inocencia. Bueno, inocencia no, pero vos sabías que eras
vos o yo, no había otra. Cuando llegaron los yutas estábamos
nosotras dos y el muerto ahí tirado. Yo tenía el cuchillo, me
resistí al arresto y ya desde ahí arranqué perdiendo. Después tu
marido puso guita, tenía el conocido en el juzgado… y vos ni una
palabra dijiste, nada. Veintiocho años me comí adentro. Nunca pude
formar una familia, nunca tuve hijos, no pude terminar de estudiar.
¿Y vos qué hiciste con ese tiempo? ¿Eh? no veo por acá a tu
marido ni a ninguna criatura.
―No… Ernesto me dejó a los pocos
años. Para mí tampoco fue fácil, vivir con la culpa, vivir con
esas imágenes…
―¡Ah sí, la culpa! ¡Qué terrible!
-Casi que gritando, Estela gesticulaba irónicamente- Cuando me
cagaban a palos yo pensaba “mejor esto que sentir la culpa que debe
estar sintiendo Rosita”. ¡Pero dejate de joder nena! me cagaste,
tuviste una oportunidad y acá estás, sola, sola como un perro. ¿Te
da mucha tranquilidad sentarte en la puerta a tomar mate? no te debe
querer nadie, porque la que garca una vez, garca siempre.
―Estela, vos me conocés, somos
amigas desde muy chicas, todo eso me sobrepasó, Ernesto me fajaba y
me prohibió que hablara, yo siempre fui muy cagona…
―¡Pero al ñato ese lo mataste vos!
¡Te lo cogías vos, amenazó con delatarte a vos y lo mataste vos!
Me llamaste desesperada y yo como haría una buena amiga, ¡te ayudé
sin preguntar nada! ¡lo mínimo que podrías haber hecho, aunque
fuera años después, era hablar! pero no, venías a la visita con tu
cara de pobrecita, me contabas cosas de tu vida y del país… ¡que
me importaban tres carajos! ¡tres carajos! encima cuando te cagaba a
puteadas, te ponías a llorar… pero soy mejor persona que vos
Rosita, ¡mucho mejor!
―Estela, perdoname… sabés que
tenés mucho tiempo todavía y yo nunca tuve como objetivo principal
joderte a vos, yo nunca me pude volver a relacionar con nadie después
de eso, la pasé mal y…
Rosa estalló nuevamente en llanto.
Como en las visitas al penal, la persona que expresaba el
sufrimiento, la congoja, el malestar, era ella. Estela casi que
sentía pena, pero no se permitía ese sentimiento, no era justo con
todo lo que ella había pasado.
―Ya te perdoné Rosita. Te perdoné
hace tiempo. De hecho hace años te escribí sin obtener respuesta,
calculo que ya estarías viviendo por acá. Y te confieso que en el
camino para acá pensaba, mientras manejaba por la ruta. ¿Viste el
auto? ¡Por favor, que cacharro! Me lo prestó el dueño de la
pensión en la que estoy parando en Capital. Un gaucho el viejo, me
parece que me la quiere dar. Un asqueroso. Te decía, pensaba
mientras venía cómo iba a reaccionar al verte, cómo ibas a
reaccionar vos… tenía un poco de miedo de sentir mucha bronca,
mucha envidia, no sé… hasta tenía miedo de cómo podía llegar a
reaccionar. Pero no che, nada de eso. Así chota y todo como sos, sos
la única amiga que tuve y que tengo.
Rosa por primera vez en la noche cambió
su semblante. A pesar de los años en la cárcel, ciertas virtudes de
Estela comenzaban a aflorar y eso le daba tranquilidad. Es cierto,
todas las verdades proferidas la habían enterrado en un sentimiento
de culpa y tristeza, pero también eso le daba una leve sensación de
justicia.
―¿Querés que te prepare algo para
cenar? ¿Comiste? -preguntó Rosa, en extremo servicial.
―No, no, ya me voy. No te voy a
mentir, no me interesa que me cuentes nada. Creo que necesitaba
descargarme, decirte algunas cosas en la cara.
Estela empezaba lentamente a irse. Con
tranquilidad se levantó de la silla, miró un poco la cocina y le
sonrió a Rosa. Un auto se acercaba a la tranquera de entrada, lo que
le dio tranquilidad a Rosa por la presencia de otras personas.
―Ese debe ser Carlos, el plomero. Me
dijo que iba a pasar a cobrar unos trabajos que le mandé a hacer
-dijo Rosa señalando la puerta, como tratando de tranquilizar a
Estela.
―Bueno, vamos saliendo y ya que
abrís, aprovecho para irme.
Ninguna de las dos hizo ademanes de
alguna demostración de cariño. Estela dándole la espalda a Rosa
abrió la puerta y comenzó a caminar rumbo al auto. Rosa, caminando
detrás, se hacía visera sobre los ojos para divisar a Carlos detrás
de las luces del auto estacionado frente a la tranquera.
―¿Viste que yo te dije que pensé
mucho y que ya te había perdonado? -preguntó Estela y sin darle
tiempo a Rosa a responder, prosiguió- bueno, eso es cierto. Pero esa
no es toda la verdad. Un día, cuando vos ya no me visitabas más, me
vino a visitar un pibe, de unos dieciocho años.
Rosa estaba prestando más atención al
descenso de Carlos del vehículo que a lo que decía Estela. Casi sin
dejar de mirar el auto, preguntó:
―¿Qué?
―Que no hace mucho, cuando ya vos no
venías, me vino a ver un chico, como de unos dieciocho años… ¡de
lindo el pendejo!
Rosa dejó de mirar al auto, ya
preocupada y se acercó con un trotecito leve hasta donde estaba
Estela, que seguía hablando:
―Educadito el pibe, no sabés, una
ternura.Y así, con mucha vergüenza, me dijo que quería saber si
era verdad que yo era inocente. Pensé que sería de alguna escuela o
universidad, viste que a los chiquitos los mandan a hacer entrevistas
y esas cosas… pero no, resulta que no.
―Escuchame Estela, no te subas al
auto todavía que me parece que no es Carlos el del auto, no
reconozco bien el modelo pero me parece que es otro.
―Yo al pibe le conté toda la
historia y me vino a ver varias veces… hasta en una de las visitas
le pregunté si no quería hacerme el servicio, ¿viste? se reía
pobrecito. ¿Sabés quién era? el hijo del tipo que vos mataste.
Había estado averiguando y me vino a ver.
Rosa se quedó congelada. Estela
mientras hablaba no la miraba y ya estaba sentada en el asiento del
conductor. Puso el auto en marcha.
―Nos costó encontrarte, pero bueno,
una vez que nos enteramos de las casas de Calamuchita, el aviso en
Internet y un par de preguntas en el pueblo nos solucionaron bastante
rápido el tema. Yo quería cerciorarme que fueras vos, no vaya a ser
cosa de hacer cagadas.
Rosa empezó a correr para la casa,
desesperada.
―Rosa, no seas pelotuda -le dijo
Estela mientras se bajaba del auto- las llaves de tu casa ya las
agarré yo… ¿me vas hacer abrirle a mi?
Estela se bajó del auto y miró para
la casa, Rosa había entrado y estaría buscando algún arma o quizás
tratando de esconderse. Caminó unos pasos, le hizo una seña al
conductor del vehículo para que bajara las luces, y corrió el
pasador de la tranquera.
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